Aniridia Por Ana Madrigal

se recostó en su propio sueño. Antes de cerrar los ojos se miró en el espejo frente a ella, vio su rostro y pensó ¿qué haces cargando tanto odio ajeno?

Luego cayó en sí y se encontró en un campo de leticias. Las miró de cerca, vio el movimiento de sus hojas y sus pétalos que cualquier despistado hubiera juzgado un efecto del viento; pero Aniridia era más curiosa que eso y recordó una Alicia hablando con flores y a la florecita esa que de pequeña decía “no es cierto, no hagas caso, no es cierto”. Entonces, esperó a que las leticias se despertarán, estiraran sus hojas y dijeran “no es cierto”. Esperó hasta que el viento se detuvo del todo y esa inmovilidad ya no le recordaba más que a un amor podrido sembrado en el fondo de una albaca marchita.

Ay, Aniridia, ¿qué haces cargando tanto odio ajeno? se repitió justo cuando arrancaba un puñado de leticias desesperada por su abrumadora quietud. Entonces, notó que aquella quietud había cubierto todo el campo hasta sobrepasar  la vista y el oído; era una quietud transparente como ella. Aquello le causó el sosiego de una verdad tan clara que se la venía ya repitiendo desde antes de caer al sueño.

Sí, Aniridia, esos odios no son tuyos, pero te gusta tenerlos, porque es lo único que te impide ser tonta de nuevo…

Y se recordó o se apareció o se soñó en una sala de cine llorando por Rosarito. Ay, Chayito, siendo tan inteligente, tenías que ser tan tonta, pero tal vez el nombre que debía decir no era Chayito, sino el propio y llorarse a ella como lo había hecho tantas veces.

…es que esos odios son lo único que te impide ser tonta de nuevo…

Si yo hubiera sido Rosario pensaba me hubiera odiado tanto como este odio ajeno que siempre guardo.

Nunca se hubiera perdonado caer dos veces… cuatro veces en las palabras malvadas de un hombre… se hubiera dolido tanto…

Fue ahí cuando despertó del sueño para encontrarse colgada sobre ella la fotografía de un canal y caer en la cuenta de las milésimas veces que creyó las palabras falsas de un hombre y recuerda sentir las piernas al borde con la pura imaginación, mientras el viento le hela la cara y la hace pensar en la temperatura del agua turbia y contaminada, cuando en realidad debía haberse preocupado más por la altura.

Javert  se aventó de un puente, ¿habrá sido este? ¿Habrá sido cuál? ¿Tendré yo algún motivo? ¿Habrá tenido él alguno? ¿Lo habrá tenido alguien?

Mientras ella se ocultaba en su propio pensamiento, un hombre rojo la miraba desde un puente sin verla, guardándose todas las mentiras para cuando arreciara más el frío. Ojalá ella lo hubiera sabido entonces, no hubiera ido a llorar en los bosques cristalizados a ver si de casualidad se encontraba una edad propia que desenterrara milagros debajo de un cedro.

Ay, Aniridia, ¿qué haces cargando tanto odio ajeno? Se repitió por última vez y se levantó atraída por el olor del café. En la cocina un hombre amarillo le daba la espalda mientras servía el café en dos tasas. Aniridia se acercó a él, le atrapó las costillas con los brazos y le besó las constelaciones rojas esperando que jamás mencionara una palabra que pudiera hacer exclamar a una leticia “no es cierto”.

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