No soy un endeble Cristo. Yo no.
Él cuelga en fácil deleite sobre su cruz, sobre mi cuerpo.
Cristo perdona. ¿Perdonar?
Yo vomito por ti. La mierda perdona.
Desciende ahora de tu cruz.
Desciende ahora de tus alturas episcopales.
De ese grosero suicidio, niño petulante.
Baja de esas alturas piadosas, portador de bandera real, cabra, macho.
Yo vomito por ti. ¿Perdonar? ¡Mierda que él perdona!
Él cuelga en crucificado deleite, clavado a la extensión de su visión.
Su cruz, su hombría: violencia, culpa, pecado.
Él clavaría mi cuerpo en su cruz,
visionario del suicidio, libertino, juerguista de la muerte, violador, jodedor de la vida.
Jesús, movedor de tierras; Christus, sepulturero.
Tú cavaste los pozos de Auschwitz; el suelo de Treblinka es tu culpa,
tu pecado, maestro, maestro de la sangre, enigma.
Enola es tu alegría. Los cuerpos de Hiroshima son tu delicia.
Tú llevas el estandarte de nuestra opresión.
Los clavos son tu única trinidad; mantenlos en tu desgracia cadavérica,
la imagen que he tenido que sufrir.
La cruz es el cuerpo virgen de la feminidad que profanas.
Tú te clavas a tu propio pecado.
El patético Jesús me llama hermana; no hay palabras para mi desprecio:
toda mujer es una cruz en su inmunda teología, en su placer arrogante.
Él me da la espalda en su miedo, no se atreve a darme la cara.
Jodedor de pánico. No compartes nada, tú, Cristo,
estéril, impotente, profeta enamorado de la muerte.
Tú eres la última pornografía
en tu temor del coño, temor de la verga, temor del hombre, temor de la mujer.
Injusto. Marcial, marcial, marcial, marcial, marcial, marcial, marcial.
Jesús murió por sus propios pecados. No los míos.