ASUNCIÓN (Estar en casa) por Mónica González

 

Nunca me ha gustado ser yo. De niña me miraba desnuda frente al espejo del baño. Me paraba descalza sobre el tapete de fibra de coco, tejido de manera que quedaba su superficie a modo de cepillo. Liberaba mi cabello castaño del lazo que lo sujetaba y  caían sus puntas como alfileres sobre mi espalda. Hipnotizada observaba cada fragmento de aquel innegable reflejo. Volcaba la mirada hacia el piso buscando mis pies por debajo de un abombado vientre que impedía verlos. Apoyaba las nalgas sobre el retrete de porcelana, orinaba y mientras, observaba cómo mi ombligo desaparecía entre los gruesos pliegues que en el abdomen se formaban. La opresión duplicaba la anchura de mis muslos y un par de bultos en mi pecho simulaban ser senos.

Me gustaba jugar a ser flaca. Atrancaba la puerta de mi habitación. Tomaban mis manos  la adiposidad sedimentada en la entrepierna, la estiraba con fuerza hasta tener la piel ceñida al hueso, uniéndola con cinta adhesiva por detrás. Repetía el procedimiento en brazos, papada y cachetes. En la barriga la técnica era distinta. El rollo de cinta se desplegaba alrededor de mi cuerpo al tiempo que yo giraba sin parar, terminando envuelta en una enorme faja plástica. Entonces lucía como las demás niñas. Flacas, cenceñas, desnutridas, de poco grosor.

Solía pensar que todos teníamos un rol. Que algunos habían venido al mundo a ser flacos, otros feos, narizones, altos, chaparros, guapos; y otros como yo, menos afortunados, llevábamos la consigna de ser “los gorditos”.

Mis tías tenían la costumbre de estrujar mis mejillas usando sólo los dedos pulgar e índice de ambas manos, los apretaban simultáneamente cual si fueran bolas anti estrés. Recitaban con voz chillona un sinfín de adjetivos que aludían a su gran tamaño. El ceño fruncido y la sonrisa entre dientes apretados por la mandíbula daban la impresión de culpa y goce como si buscaran deshacer la ansiedad en esos segundos de placer incómodo que el acto les causaba.

 

Las tardes del lunes las amigas de mi madre llegaban de visita al departamento donde solíamos vivir. Siempre animadas aventando carcajadas entraban dejando una estela de perfume dulce que terminaría invadiendo la atmósfera. Cada una llevaba consigo un platillo diferente que ingerirían durante la reunión. Yo me quedaba jugando, fingiendo no escuchar nada. Las espiaba de lejos, con curiosidad,  como si se tratara de profetas revelando los secretos del universo. Todo lo que de sus bocas salía entraba en mí convertido en una verdad absoluta. Apenas se distinguían. Sentadas muy juntas alrededor de una mesa enana sobre cojines que colocaban en el piso. Dejaban sus sandalias a un costado y desabotonaban sus vestidos. Se aseguraban de tener comida en el plato y entonces la plática daba inicio.

Hablaban siempre de lo mismo. Retrocedían como la marea que ha vuelto a su nivel y vuelve convertida en ola, reafirmándolo todo. Decían que después de los treinta las mujeres, involuntariamente, sufren mutaciones. El rostro repleto de dobleces, manchas, orificios, pelos; las mejillas hinchadas; la piel floja, sin vigor, laxa; las canas, los pies callosos, los senos yendo al suelo; el cuerpo grueso,  como si el paso del tiempo lo henchiera todo. Hablaban también de los hombres y de las amantes de los hombres, y de lo insignificantes que se sentían por no ser hermosas, como ellas. Porque las amantes son siempre jóvenes, con cuerpos firmes, sonrisas deslumbrantes y un humor  que sólo se tiene cuando tal belleza se posee.

A veces lloraban y se quedaban completamente consumidas. Otras sólo permanecían ahí, como si, hubieran, por fin, encontrado la respuesta.

Ni los años, ni la permanencia en la tierra importaban. Todo es como tiene que ser y mi intuición muy clara me convenció de que estaba ya sufriendo la mutación. Sentí una gran paz y un sosiego de cuento de hadas cuando cerré los ojos de mi mente que se abrieron por completo casi luego luego. Ya no tenía miedo, estaba dispuesta. Mi infancia se había desvanecido. Estaba en casa.

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Mónica González Lambert es residente de la ciudad de Tepic, Nayarit. Cuenta con estudios  en Artes Plásticas y Comunicación.

Cree que el tiempo lo cura todo y que la melancolía es la madre de sus mejores creaciones.

Actualmente dedica su tiempo a la docencia, la música, la lectura y cualquier cosa que pueda hacer con cuatro extremidades y un cerebro.

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