Hay una mujer en este bar.
Tiene los ojos rendidos
y al mirarte pronuncian soledad.
Pero, acaso, no te sientes tan solo.
Poco a poco se van desvaneciendo
y el viento esculpe su epitafio.
Padecen dolor tremendo:
ya no aman porque estén muertos,
están muertos porque no aman.
Si los ves con más atención,
no mucha,
a fin de que ella no sospeche,
encuentras un laberinto incierto
de callejones azules sin salida.
Hace tiempo que se enamoraron.
Pero hoy están muertos:
tan sólo
dos mares muertos.
Ahora no buscan ni encuentran quién comprenda
aquella veta lapislázuli de amparo
y miran al piso lleno de lamentos
y se quejan de que el amor está por el suelo
lleno de basura y servilletas desechadas.
Un par de caijtas musicales suenan cuando ella pestañea.
Una lágrima cae de su rostro y se marchita.
Tanta tristeza no es para ella.
Y sin embargo aquellos ojos brillan
entre las sombras.
Mejor me retiro.
En este bar ya es demasiado tarde.
No por las altas horas de madrugada.
Si no porque me he enamorado
de unos ojos bellos que no querrán mirarme.