Mi abuela solía decir que con el primer beso puedes sentir el tamaño de la cicatriz que te van a dejar; así que los he guardado todos en una cajita bajo la cama. Ahí están los que causaron heridas tan pequeñas que apenas si parecen rasguños, también un par que casi acaban conmigo.
En las noches de primavera los saco todos y los ordeno por tamaño, tocando siempre la cicatriz que cada uno dejó, recordando el sonido que hizo mi corazón al besar con los ojos cerrados por primera vez a alguien; los nervios y la emoción, la esperanza y el miedo.
En las mañanas de invierno no me atrevo a tocar la caja, porque ahí, descalza en el frío de mi habitación, se vuelven el recordatorio de la sed y el vacío.
Tengo mis favoritos, como ese que incluía una sonrisa o aquel que sabía a vodka y limón; hay muchos con soundtrack y escenografía perfecta, pero ese que llegó en silencio, que solo se quedó un ratito y jamás se despidió lo llevo colgando del cuello. Ahí dónde dejó su marca.