Bolsa de Aire por Karenina Cano

Honestamente, no sé qué juicio tendría aquel que redactó esas instrucciones. Las palabras “lesiones”  “asesinar”, aun cuando se menciona como una posibilidad que te obliga a acatar las condiciones de uso, no puede convencerte de que algo es seguro.

No, de ninguna manera confiaría en  este sistema.

Si de algo estoy seguro es que no había pasado más de una hora desde que leía esas letras a un lado de mi reflejo ebrio y perturbado, quizá quería distraerme del repentino malestar ocasionado por la cruda moral, al  fin de todo, lo peor había pasado.

Claudia me había mandado al carajo, hoy era la noche en que lo descubriría todo, mi afición por lamer el cuerpo de Valeria en medio de las piernas. Estábamos escondidos en el baño del bar, nadie estaba por ahí, nadie salvo nosotros, borrachos y un poco grifos.

Hoy por la mañana, cuando desperté un poco perturbado, cansado de los gritos de mi novia con la que vivo desde hace tres años, no hubiera imaginado que las cosas terminarían de este modo. Hace una semana que me ha dicho que tiene un retraso de quince días y eso la tiene muy neurótica.

¡Cómo si quisiera hijos!, ¡Cómo si los dos no supiéramos que esto se estaba yendo a la mierda! Ella jura que soy infiel desde siempre, y jamás lo fui hasta hace unos meses, cansado de sus celos y sus persecuciones.

Fue ella quien hizo de esta relación un juego de detectives. Ella me orilló a tener algo que esconder, ahora creo que muchos hombres nos volvemos infieles de esa forma. Tanto se nos dice, hasta que ocurre.

Un pretexto, una junta larga de la redacción, una mujer atractiva, un sexo dulce como la piña, y ahí me tenía, lamiendo sus genitales, escondidos en la oficina.

Nadie sabe de lo de nosotros, no es así como que tengamos algo especial. Ella abre las piernas y yo me sirvo de ella, como un cerdo comiendo en medio de la porquería.

Si no fuera por este sofocante aroma a vómito, seguramente lloraría, avergonzado. Se los juro, yo la amo, incluso ahora en medio de toda esta inmundicia su recuerdo me reconforta.

"Este artefacto puede asesinar o provocar serias lesiones a los niños"

Leía hace unos minutos, resignado y libre, con los labios aun con sabor a piña, la camisa sucia, y la esperanza de que Tomás estuviera solo esta noche.

Necesitaba dormir para meditarlo todo, descansar, beber una taza de café y fumar quizá un poco de mi mezcla especial que guardo para este tipo de ocasiones.

-¿Se encuentra bien? -Me dijo el taxista, sin mirarme, concentrado en el camino.

Un gato japonés de plástico colgaba del retrovisor, y los números del taxímetro giraban despacio. Dije que sí con la cabeza y cerré los ojos rezando para que Tomás estuviera solo, sin su novia.

Fue por él que conocí a Claudia, en una fiesta de la facultad. Recuerdo que llevaba su cabello rizado y unos jeans que parecían sucios. Nada estilizado hay en ella, pero cuando te mira directo a los ojos es como si disparara.

¡Pum! y te tumba con un par de tiros verdes. Y mientras la ves te cuestiona sobre el cosmos, sin siquiera hablarte.

La inteligencia se le nota por todos lados, como un libro, uno aterradoramente seductor.

Y no, no puedes negarte, sonríe inocentemente, casi de manera imperceptible, y a la media hora la tienes en tus brazos.

Tiene esa gracia de hacerte sentir que al tenerla a ella posees algo que no puede poseer nadie. Como si algo quisiera adueñarse de las aves cuando corren libres en el cielo. Y sabes que no es tuya, pero sientes sus uñas enterrándose en la espalda, y sus ojos te miran y te sientes dentro de su estrecho cuerpo, y eres el amo del mundo.

La amé desde ese día que estuvimos juntos en el baño de Tomás.

Aun cuando parece ser más una especie de roedor de biblioteca que una mujer, al conocerla te das cuenta que ser ella es mejor que ser cualquier otra persona. Y uno se siente el descubridor de un tesoro, como si hubiera encontrado una pintura de millones de dólares y la quisiera tener escondida en su cuarto, para que sólo uno pueda contemplarla.

Vivía con el miedo de que alguien se diera cuenta de su valor. Vivía aterrado de perderla.

-¿Sabía que más de la mitad de los atracos en Taxi, se dan después de la media noche? Yo no le tengo miedo a los asaltos, bueno, yo no le tengo miedo a nada de esas cosas que la gente dice. La gente es muy pendeja y casi siempre exagera las cosas –El taxista seguía hablando y yo no le presté atención. ¡Ay Claudia!, me gustaba la idea de que fueras el amor de mi vida.

Quizá nunca estuve hecho para ella, como aquella vez que pregunté a mamá que si podía alcanzar una estrella. Ella me dijo que sí, porque me vio ilusionado. Jamás se le ocurrió que subiría al techo a tratar de lograrlo, cayendo de golpe al suelo en medio de un gran salto, fracturándome una costilla y un brazo.

¿Cómo iba yo a saber que me seguiría hasta aquel bar de mala muerte? Jamás pensé  que me descubriría, entre los gemidos quedos de Valeria, en el baño de los varones, hundido en el aroma a orines y cigarro.

¡Ay Dios! No podría jamás olvidar esos ojos, ni si quiera con la mejor de las purgas para el cerebro. El cosmos me había mirado y me preguntaba por qué le estaba haciendo daño.

Por si se lo preguntan, ¡claro que fui tras ella!

Pero me abofeteó y perdí el equilibro, caí al suelo y me rompí todo, como aquella vez del techo.

Y sí, yo iba a dejarla; y si iba a dejarla ¿Por qué no me sentía liberado?

-¿Usted qué cree? –Me preguntó el taxista.

–¿Disculpe?

–De lo que le estoy diciendo, ¿Cuánto le calcula?

–Perdón, no estoy muy bien. La verdad no le estoy prestando atención. ¿Podríamos ir más rápido? me urge llegar.

El chofer se disgustó pero no por eso dejó de hablar. Volví a ignorarlo, porque eso hace uno con la gente como él, que parece medio idiota y no deja de decir pendejadas.

Yo sabía lo que tenía que hacer, debía pedirle perdón a Claudia. Ya había olvidado lo del retraso ¿Y si estaba embarazada?

Sí, sin duda eso era. Por eso me vio de esa forma, soy un pendejo, el más grande de todos.

¿Qué horas serían? ¿Qué horas son ahora?

Sé que ya es imposible, pero necesito llegar con Tomás, bañarme, despejarme y salir corriendo a buscarla. No sé por qué putas había dejado el carro en la oficina, me llevaría la mitad de tiempo.

Bueno, sí lo sé. Lo hice porque no me gusta manejar ebrio.

–Y pues, por eso le pregunto, en el norte dicen que los polleros cruzan hasta 15 personas en un auto, y que cuando lo abren ya están del otro lado.

–Con todo respeto, no lo estoy escuchando, tengo un problema muy grave y empiezo a creer que usted está haciendo circular de más la unidad para que marque más el taxímetro. –Lo acusé sin meditarlo demasiado, y su expresión ofendida endureció los rasgos de su cara de idiota.

-No, señor. Yo no haría eso

–Entonces, ¿Por qué no dimos vuelta en la calle anterior?

–Me distraje platicando, siempre me pasa, ¿A usted no?

Dejó escapar una sonrisa que intentaba ser amable y regresó al camino correcto.

Claudia, mi amor, seremos padres, ya quiero verte redonda como la luna, y quiero que me leas poesía mientras te masajeo los pies cansados por tu trabajo en la librería. Claudia, perdóname, Claudia.

–Nada más dígame, ¿Cuántos cree? y ya lo dejo de molestar –me lo dijo de repente, con una voz enérgica, empezaba a comportarse de una manera que no entendía, ya no como un idiota si no como un demente.

–¿Cuántos que de qué?

–¿Cuántos cree que cabían?

Para entonces percibí que el carro aceleraba, noté que en realidad estábamos más lejos de lo que creía y supe que ya no había regreso.

–No sé de qué habla, ya casi amanece, déjeme aquí –cerró los botones de las puertas, y me dijo que no era seguro.

Me aterré, hice un esfuerzo inútil por abrir la puerta y salir del taxi, mientras el insistía –¿Cuántos? es una simple pregunta.

–No sé de qué hablas, pinche mongol, ¡bájame aquí! –y al gritarle esto intenté golpearlo en la cara, pero perdí el equilibrio y terminé con la cara en medio de mis piernas, vomitando sobre mis pies.

–¡No me diga así! ¡No soy un mongol! Le hice una pregunta y quiero que la responda. Mi mamá dice que es de mala educación no responder cuando nos preguntan algo. Además me está diciendo majaderías.

El gato japonés se movía en círculos por el exceso de velocidad, yo estaba mareado y asustado, el hombre canturreaba cosas sobre su mamá y su padrastro.

–¿Cuántos qué? –pregunté aterrado sin dejar de buscar la forma de abrir el auto.

–¿Cuántos caben en una cajuela?

–No sé,  los quince que te decían tus amigos polleros. Déjame abrir, por favor. –le supliqué, y el carro aceleraba por calles que ya desconocía por completo.

–Dime un número, nada más dime un número. Adivina, estamos jugando. –se balanceaba hacia atrás y hacia adelante y pisaba el acelerador sin piedad.

–Depende del auto y de las personas, quizá unas cinco, bien acomodadas, no sé, pero bájame por favor, me siento muy enfermo.

–¡Perdiste! –íbamos a más de cien kilómetros por hora cuando dijo esto, y frenó tan rápido que me golpeé la nariz con el tablero, no tenía puesto el cinturón de seguridad, así que fue un golpe limpio y seco, sentí un mar de vómito metérseme en los zapatos y ensuciar mi piel.

Pensaba en Claudia, aun ahora pienso en ella y en nuestro bebe.

Hubiera sido bonito verlo crecer, apoyarlo en sus estudios, verlo casarse, graduarse, y ser feliz.

Sé que no ha pasado más de una hora desde ese momento y hace apenas unos minutos que supe que no estaba muerto porque me despertó el aroma del vómito de ustedes, y antes de que todo llegara a su fin quería hablar de esto.

Justo suena mi celular, ¿lo escuchan? Debe ser ella. Pero no está en mi bolsillo.

Discúlpame mi amor por no poder responder, de mi parte, yo no estaba preparado para esto. Nunca se me ocurrió que lo último que vería en mi vida sería la cara de idiota de este cabrón, que antes de cerrar la cajuela ha dicho: “Van veintitrés”.

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