Caricias ajenas y estrellas fugaces por Emilio Torres

Evaristo tomaba café mientras leía uno de los poemas robados que coleccionaba. Un verso anónimo se hacía espacio en su corazón. Alicia permanecía en silencio, hacía algún tiempo que había despertado, pero prefería continuar recostada un momento más. La lámpara tintineó por una fracción de segundo y a Evaristo lo distrajo una persona que recién llegaba al “Túnel”, con su cabello negro, su piel de mármol y sus ojos vidriosos, parecía sacada del mismo verso que leía. – Me encanta tu cabello –  le decía mientras colocaba su mano discretamente en su vientre y le besaba la frente sin disimular las ganas de poseer aquel cuerpo otra vez. Tomó asiento en la mesa próxima a él y sin preocupación alguna ordenó un té de limón a la joven mesera del lugar.

Trataba de disimular las miradas que le dirigía alternando cada una con una fracción de verso. Sus labios húmedos sucumbieron ante la incitación ajena. Admiraba una pintura que el café exponía. Pronto, tumbados en la cama, el deseo se adueñó de ellos. Evaristo vio claramente como una idea nacía en su cabeza, pues sonriendo tomó una servilleta y comenzó a escribir. El calor era insoportable y ya no podían más. Ambos se levantaron de la cama y sin dejar de acariciarse se dirigieron a… la mesera regresó con el té… ya en el suelo, Alicia sentía como su respiración se aceleraba y pronto dejaba de ser dueña de sí misma.

Dio un primer sorbo al té, con su pluma tachó lo que parecía una idea desechada. Continuaba escribiendo al tiempo que jugaba con su cabello. Lo tomó por el cabello mientras gemía sin tregua y él hacía lo propio con sus senos. El café se terminó. Un par de besos en el cuello hicieron que ella le encajara sus uñas en la espalda. La mesera le preguntó a Evaristo si deseaba algo más. Estaban en el rincón más apartado de la habitación. – café, regular… por favor. Era espléndido ver cómo escribía, la sonrisa que emanaba de sus labios al terminar una oración y el brillo de sus ojos cuando volvía a leerla.

Con su mano derecha sostenía su taza de té cerca de sus labios. Alicia sentía los dedos de su amante acariciar su espalda. Mientras, con su mano izquierda continuaba escribiendo, sólo deteniéndose para dar un sorbo al té. Las pecas de su nariz  contrastaron con el tono rojo que adquirió su rostro cuando él colocó sus dedos dentro. Tomó una nueva servilleta y se dispuso a continuar. Sintió como se abría paso a través de su interior… El verso robado terminaba aquí, parecía incompleto. Como si las letras fueran cosa común aquella noche, Evaristo tomó su propia servilleta y comenzó a escribir.

Un chico de cabello negro, hasta los hombros, apareció a la entrada del café. Pareció que por fin había terminado de escribir, con un último sorbo de té, levantó su mirada y vio al joven en la puerta. Él le sonrío y rápidamente se sentó a su lado. Evaristo, sin perder detalle, continuaba inmerso en sus propios versos. La mesera regresó con su café. Él agradeció y sostuvo la taza cerca de sus labios disimulando la mirada, sólo lo suficiente para que el vapor del café empañara sus lentes. Dejó la taza sobre la mesa para limpiar los lentes, cuando terminó se dio cuenta de que la pareja había desaparecido. Dio un sorbo rápido al café y se dirigió a la mesa contigua. Ambas servilletas se encontraban ahí:

 

Alicia gimió. Sabía que ambos lo estaban disfrutando. Los cuerpos parecían haber sido hechos sólo para aquel momento. Él le mordía el cuello mientras la rodeaba con sus brazos Ambos embonaban como piezas del más perfecto rompecabezas. Ella se levantó para dirigirse a la cama, el parecía no soportar estar fuera. Ambos se metieron bajo las cobijas  se colocó encima de ella y continúo con su amada tarea. Alicia apretujaba las cobijas mientras se dejaba hacer, sintiendo el calor del otro cuerpo y la dura naturaleza de éste. Continuaron por un largo rato así, hasta que ella sintió su interior inundado por la esencia de su amante. La miró con ojos de querer más Lo besó apasionadamente mientras lo conservaba dentro. Una fracción de segundo después, se dirigió a la ventana para poder contemplar el amanecer.

Era el fin de la primera servilleta, a Evaristo le sorprendió haber tenido al autor tan cerca, pero más aún le sorprendió su propia torpeza y falta de determinación para acercase. Más tranquilo se dirigió a su propia mesa para leer la segunda servilleta, cuando hubo llegado, dio un gran sorbo de café y se sorprendió más aún que con la anterior:

Se acercó a ella para observar juntos la muerte de la noche, acarició sus caderas desnudas al tiempo que la ciudad abajo despertaba. Juntaron sus labios y Alicia descubrió en aquel hombre la resolución de sus deseos.

Para un amante de lo ajeno. Para el chico de la otra mesa. Para el bebedor de café y lector de versos. Para el que me ve y me lee. Para ti mi amante lector.

El café se había enfriado o tal vez fueron los labios de Evaristo a los que les faltaba el calor. Supo entonces que había sido descubierto en su campaña y aún con sus ojos crispados, decidió guardar el texto completo. Había sido él quien escribió aquellas letras tan vivas, que tanto habían cautivado a Evaristo. Intentó no perder el tiempo y tras otro trago de café se dispuso a escribir, contando su propia historia.

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