El ciego entre la maleza (II) por Adso Eduardo Gutiérrez Espinoza

Arturo recién cumplió diecinueve y años y ya se había vuelto conocido en su escuela, no por ser deportista, inteligente o mentiroso para escaparse de clases, como muchos de sus compañeros, sino hábil en el manejo de no hacer nada y escuchar: estar en silencio durante las horas de clases, escuchando a sus mentores y entregando, en tiempo y en forma, sus trabajos, como cualquier alumno pero distinto: no buscaba ser reconocido. Su no hacer nada era relativo, pues siempre se empeñaba para salir y desempolvarse de esa institución —no es que la odiara, más bien sus compañeros no eran de su agrado, bastante comunes—; recién cumplió diecinueve años y ya conocido por ser aislado y silencio: devolvía con sequedad los saludos, respondía con pocas palabras a preguntas simples, participaba siempre y cuando fuera necesario e ignoraba las fiestas y las excursiones escolares; a sus siete años, con experiencias menos silenciosas, hubo perdido a su padre en manos de otra mujer y a su madre, tal vez iracunda, en el alcohol: Arturo supo el sabor frío y silencioso del abandono; a sus tres años, con más temeridad y menos experiencias, se arrojó de un sillón a otro creyendo ser Superman: una cicatriz era el único recuerdo de ese golpe; y a sus dos años, a diferencia de sus otros primos, recibió el bautizo y supo una verdad al sentir sobre su frente las yemas del sacerdote: había nacido solo y consecuencia de acciones poco claras; a los pocas semanas de nacer, dedujo quiénes eran esas figuras abstractas que le hablaban como si fuera un idiota.

            Su madre se casó joven, demasiado, en una fecha que no debía: su horóscopo se lo decía, le auguraba que sería un mal día y, durante la celebración, temió más por su embarazo que por sí misma; ella, le confesó alguna vez a Arturo, que los invitados la elogiaban su belleza maternal y su padre estaba muy nervioso. Ambos estaban felices. Su madre, aún joven y con un niño pequeño, supo sobre la otra mujer y quiso confrontarlos el mismo día que él los abandonó. Arturo recordaba la escena: su padre haciendo su maleta y su madre llorando e intentando confrontarlo, exigir una explicación, pero sólo le repetía “ya sabes”; Arturo se asomó por una ventana y vio a una mujer joven esperando en el automóvil de su padre: era la noche número dos mil setecientos cuarenta y seis después de la boda, Arturo con siete años y unos cuantos meses y la luna llena estaba oculta por nubes de contaminación; esa noche, su madre se juró que a su próximo hijo varón no le llamaría Eduardo pero sí Alejandro. Después de haber salido su padre de la casa, Arturo abrazó a su madre y sintió cómo se desvanecía hasta volverse de papel.

            —El mundo se vuelve papel —le dijo el profesor de lenguas a Arturo cuando le descubre mirando fijamente la servilleta debajo de los cubiertos brillantes y reflejando las luces del restaurante—, eso es lo que se quiere comunicar con los libros, también hechos de papel —Arturo sabía que no es del todo cierto pero no quiso discutir, estaba demasiado aburrido con aquella información trivial—, tan bien hechos de pasión e intriga. Hace poco, escribí un artículo sobre enunciados y su utilidad en estos tiempos porque…, bueno, creo que no estás acostumbrado a discusiones así —se detuvo para beber un poco de agua— si quieres, podemos hablar sobre algo menos complejo —en realidad, Arturo se preguntaba sobre su padre, qué habría sido de él —: música, videojuegos, comida o películas.

            —Recordé que hoy se cumple un aniversario más del abandono de mi padre, cosas triviales que suceden —bajó la mirada, tocó las manos de su acompañante y se disculpó—, pero en realidad no importa —el profesor llamó al mesero —, de verdad, no importa. Creo que no tiene la mayor relevancia.

            —No es eso, sólo que desconocía tu…bueno, en realidad, no sé quién eres y ni tú sabes quién soy, son las ventajas de este tipo de situaciones, pero….¡vaya!… ¡Me siento como un estúpido!: obligándote a sentir el mínimo interés por lo que digo, ni siquiera lo logro con mis alumnos, menos contigo, un desconocido más —Arturo hizo una mueca de desagrado, lo había insultado y sabía que un cliente menos significaba dificultades financieras—. No quiero que te ofendas, pero es mejor así: ser desconocidos.

            —Lo entiendo.

            —Sí.

            El mesero se acercó y preguntó si se le ofrecía algo. El profesor quiso la cuenta.

            —Discúlpeme, cometí un error al insultar su amabilidad.

            —Para nada, más bien cometí el error de estar aquí: demasiadas mentiras ¿no crees?

            —¿Mentiras? —Arturo vio a los comensales y supo que no estaba en cualquier restaurante, uno frecuentado por adinerados y presuntuosos—, hay muchas mentiras, pero ¡¿qué se puede hacer al respecto?! Ni modo que exigir verdades, como si nuestras vidas dependieran de eso.

            —No tienes porqué ser amable —le entregó discretamente el pago en efectivo—, es mejor que termine esto y seamos simples desconocidos, lejos del ridículo y de la mentira.

            Arturo agradeció y se retiró sin saber que el profesor pronto se suicidaría. Fuera del restaurante, buscó su vehículo para volver a su departamento. Ya en él, contó los billetes y supo que había de más, quiso comunicarse para devolver el dinero, pero supo que eso sería muy extraño. Llamó a su madre, por tercera ocasión del día, y, como siempre, la grabación le respondía: él ya sabía que ella cambió su número telefónico para no recibir más sus llamadas, después de la noche que ella descubrió sus actividades. Marcó una cuarta ocasión y pensó, mientras se desnudaba para bañarse, sobre tal situación. Arturo hubo cumplido veintiún años y salió para celebrar el cumpleaños de una amiga suya, pero olvidó su teléfono en casa —la madre entró, en una de esas ocasiones de lucidez, a la habitación de su hijo y tomó el celular: descubrió fotos y mensajes explícitos de su hijo; llamó, por primera vez en años a su ex esposo, le explicó la situación y él le colgó después de decirle “ya sabes porqué lo hago”— y se mantuvo sobria para discutir con su hijo. Él llegó a casa, tarde, y la madre le preguntó sobre esas fotografías y él le explicó a qué se dedicaba.

            —Entonces te dedicas a eso —ella dijo cuando escuchó su historia, le dedicó una mueca de indignación— no hay mayor desdén a una madre “porque abismo profundo es la ramera” y, al salir por las noches para acostarte con cualquiera, te convierte en lo más vil que cualquier madre pudiera despreciar… esperaba más de ti —Arturo, al sentir tal frialdad en sus palabras, bajó la mirada y se perdió entre los mosaicos de la cocina, guardaba silencio no por no tener nada qué decir, sino no saber cómo decirlo: se sabía abandonado por otros, pero no por sí mismo; no hablaba el alcohol sino su madre: ¿segada por el dolor y cegada por la ilusión? —. “El cuerpo no es para la inmoralidad sexual”, Arturo, “sino para el Señor”: esperaba más de ti, me decepcionaste —él pensó porqué sacó a Dios en asuntos terrenales, negocios humanos, pero la respuesta era conocida —. Quiero que te vayas y nunca vuelvas.

            —¿Está segura? —le preguntó, más por inercia—, ¿está segura de lo que dice? —. Ella afirmó con la cabeza—. Ya sabes porqué lo hago —ella se levantó y fue a su habitación —y porqué lo estoy haciendo —Arturo hizo su maleta y se fue.

            Estuvo viviendo en un hotel por días, atendía a sus clientes en sus lugares o en otros hoteles, estar en esa situación, no de completa mendicidad pues tenía sus ganancias eran lo suficiente para cubrir lo necesario y unos pequeños lujos, le hizo confirmar el abandono: sus padres ya no le responderían y, desde un principio, le hubieron arrojado sobre las vías del tren y sabía que debía continuar sobre ellas: transitarlas y reconocerlas no como un hogar, sino transiciones a otros caminos que desembocarían en otros más hasta volver conocido lo irreconocible; activar mecanismos sobre mecanismos, abrir ventanales para suavizar pieles con el flujo constante del viento, acerar sueños irreconciliables y levantar abismos como palacios sobre éstos; y consumir arbustos ardientes, “no te acerques aquí”, que entre los dioses menos desprotegidos el sol, como ciego entre maleza, liberaba sus caballos quienes corrían sobre campos de zarzas. El sol, príncipe entre los príncipes y el único ciego, devolvía sus coronas a ángeles, sus estacas a demonios, su valor a cobardes, su inteligencia a descuidados, su sueño a intranquilos y su paz a mujeres preocupadas; el más honesto de todos, guiaba a abandonados entre esas vías y los acercaba a estaciones: nunca los abandonaba. Arturo pensaba más en la luna, siempre emocional y recubierta de pasado, la reconocía como propia: se sentía protegido, pero ambos, luna y sol, eran extensiones de su cuerpo: ciega iluminación que no vacilaba ante sueños confusos que ardían como zarzas falsas y se abrían para vaciar las manos; ciega iluminación transformará a las tinieblas en ríos rusientes y su sangre, ya purificada, volverá a su órgano aferente; ciega iluminación que le mostró la naturaleza de las personas.

            Cuando marcó por quinta ocasión, creyó escuchar en el silencio la voz de su madre, aguda y sombría que siempre extendía las s, encontrándose con una impresión de su silencio sonoro, la respiración y el palpitar de su corazón bajo los ruidos eléctricos del viejo departamento que rentaba. Eléctrico, agudo, sombrío, sonoroso, riguroso, longevo y fresco: las vías que solo ha recorrido en estos años. Saboreó el recuerdo y parecía entender el sabor amargo de la decepción y el dulzón del abandono, agrio-dulce o un dulce amargo que es su recuerdo; bendijo a sus desgracias y maldijo las gracias elocuentes y genuinas de su silencio: ya era absurdo responder como se debía a su madre, que bebía y maldecía como marinero —cuando vivía con ella, sólo la veía por las noches, siempre en el sillón, semidesnuda y con una bata vieja y sucia de lino que apenas le cubría su cuerpo—; ya era tonto confrontarla y decirle que siempre pagó las cuentas, los alimentos e incluso su alcoholismo; ya era aburrido reclamarle; y ya era tonto engañarse: atacar a los padres no era del todo apropiado, pero no dejaban de ser unos idiotas. Arturo no los odiaba, simplemente los definía como hipócritas —citar a las Escrituras para juzgar las acciones de otros cuando las propias también son corruptas. Recibió un mensaje, era la vieja Inés, y le pedía verse en el hotel de siempre; Arturo le escribió la misma hora y, después, salió en dirección a la casa de su madre. El vecindario estaba más sucio y oloroso que antes, llegó a la de su madre y tocó: abrió Carmen, la prima de Arturo y la única hija de su difunto tío materno; ella se sorprendió, pero lo dejó pasar.

            —Las gemelas están bañándose con Julián —le dijo —, ¿te ofrezco un café o un té? —Arturo aceptó una taza de café y vio que su casa dejó ser suya desde hace mucho tiempo—. Mi padre le regaló esta casa a ustedes, pero…bueno, no sé cómo decirlo… es difícil y, pues, la verdad no estoy juzgándote, sólo que es complicado… primero, no esperaba tu visita, estábamos por dormir a las niñas y nosotros íbamos a aprovechar para cenar —Arturo intentó recordar a Julián, el antiguo compañero de preparatoria y ahora esposo de su prima— y supongo vienes a preguntar sobre mi tía…la verdad es que no lo sabemos, una noche llegó a la casa que rentábamos y dijo que nos la regalaba, o mejor dicho regresaba. Aunque, en realidad, no la ocupábamos en ese momento, pues ambos trabajamos, pero insistió tanto que la aceptamos.

            —No entiendo.

            —Que si quieres la casa de regreso, con gusto te la devolvemos —continúo—, mi tía no dejó ni inició el procedimiento de traspaso y técnicamente sigue siendo suya: fue, como sabes, regalo de mi padre. Lo que sí dijo fue que quería alejarse de la ciudad: algo le había sucedido, no sé exactamente qué —Carmen mintió y ambos sabían que ella no quería hablar sobre el tema, menos estando las niñas a unos metros; Arturo le dijo que no tenía porqué mentir si ya sabían los hechos—. El asunto es que mi tía no se lo tomó bien y huyó, no sabemos a dónde fue, si nuestros abuelos aún vivieran, la respuesta sería lógica.

            —Jamás se quejó cuando le pagaba sus botellas —le dijo —, pero al saber de mis actividades, sólo se fue: no le bastó con correrme de este lugar.

            —¿Hizo eso? —Carmen, sorprendida, supo que su pregunta era estúpida, Arturo siempre ha sido honesto con ella—. Justo por eso te digo que es difícil, vaya, nunca la entendí porque, bueno, no era un secreto sobre su problema con el alcohol y que hablaba de sus problemas con quienes debía…quiero decir, hablaba con todos menos con los involucrados, un actuar extraño —ella se detuvo cuando escuchó que sus hijas salían del baño y le dijo a Julián que se fuera con ellas a su habitación—. No era un secreto, pero no conocía que te había corrido… ¿recuerdas cómo se conocieron mis padres? —Arturo sabía esa anécdota, su tío era sacerdote, se enamoró y colgó la sotana, pero no entendía la relación —. Pues algo similar ocurrió con tu madre, la diferencia es que ella perdió cuando mi tío la abandonó y luego a ti.

            —Ella jamás me perdió, estuve siempre a su lado —en efecto, él se sintió ofendido, como si hubiera sido quien la abandono, ella misma, sí, hizo lo que debía: ambos sabían lo que hacían y, justamente, eso lo desconcertaba; miró el reloj y recordó que debía estar con Inés —. Debo irme, creo que nunca sabré sobre ella —ella se levantó y lo acompañó a la puerta, quiso besarla pero ella giró suavemente la cabeza para rechazarlo.

            —Perdón, estoy un poco sucia por las niñas —mintió y, por primera vez, Arturo no supo si fue engañado —, esperamos pronto tu visita —él salió de la puerta y ella, al estar sola, tomó la taza de su primo con una servilla y la tiró a la basura; y, después, limpió el sillón donde estaba sentado. Se abrió la puerta de la recámara de las gemelas y salió la madre de Arturo —. Él ya se fue, tía, puede estar tranquila. Creo que es mejor cambiar nuestros teléfonos.

            —Sí, es mejor para todos, ser más bien desconocidos.

 

________________________________________________________________________________________________

ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA (Zacatecas, México, 1988). Licenciado en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.

Historia Anterior

TooGallo en entrevista por G_lfa TV

Siguiente Historia

Amos Haley