Papá no conocía los besos de esquimal o los besos en la mejilla que venían seguidos de un: “Buenas noches, hijo. Te amo”. Esas muestras de afecto siempre fueron labor de mamá. Venían acompañadas del suéter tejido por su voz y de caricias tenues que nos daba -a mi hermano y a mí- todas las noches. Tampoco recuerdo esas acciones amorosas en papá. Sólo silencio. La presencia de una piedra enorme entre él y sus hijos. ¿Por qué para papá no era igual? ¿Por qué no se acercaba a rozar su nariz con las nuestras o a poner sus labios o manos en nuestras mejillas? ¿Acaso el afecto era diferente? ¿Había otra forma -desconocida para mí- en que se llevaban a cabo los besos entre un padre y un hijo, entre un hombre y otro hombre?
El tiempo me fue revelando que las respuestas no eran sencillas de encontrar. Y también me fue enseñando que los besos entre hombres tenían cierta marca de aberración. Un señalamiento que evidenciaba debilidad y la presencia de emociones que, al parecer, debían enterrarse en un fondo endurecido para que permanecieran ocultas. Silencio afectivo para heredar y postergar más silencio afectivo. Ese era el trato callado de mi papá con sus dos hijos y, asimismo, de muchos otros papás con sus propios hijos. Silencio para establecer la permanencia de una piedra enorme. El recordatorio de la masculinidad como un lugar seco donde el amor no podía esparcir la humedad de sus raíces.
Sin embargo, entre mi hermano y yo construimos otro camino. Una ruta más fluida para que el afecto y el amor no se quedaran bajo un suelo lleno de dureza. Desde niños -al saludarnos- lo hacíamos dándonos un beso en la mejilla. En ese acto tan sencillo -quizá poco sorprendente para otras personas- mi hermano y yo forjamos un nuevo entendimiento de nuestra afectividad masculina. Una manera de ir ablandando y conmoviendo los silencios que nos habían sido transmitidos. Para muchos hombres a nuestro alrededor -amigos y familiares principalmente- el beso de saludo entre nosotros era algo extraño, un suceso poco habitual que provocaba la desaprobación callada de muchos de ellos. Pero nosotros continuamos, seguimos con ese trayecto hasta volverlo nuestro, hasta normalizarlo y convertir al afecto en una presencia cotidiana. Sin saberlo, estábamos realizando un acto de diferencia en nuestro contexto inmediato. Sin comprenderlo, ante mi papá, estábamos trazando y proyectando un acto pequeño que, desde su brevedad y aparente simpleza, era en realidad una gotera fija y constante que comenzaba a horadar el silencio endurecido donde sus sentimientos permanecían escondidos.
Con el paso de los años, crecimos y mi hermano se convirtió en padre. Llegaron mis dos sobrinas a nuestras vidas, y con ellas un nuevo momento para que el afecto siguiera empapando los rastros de dureza que aún seguían vigentes. Mi papá se convirtió en un abuelo que, a pesar de tener partes que continúan sólidas, aprendió a nadar en un agua donde el amor por sus nietas vino a conmover otras partes de su piedra silenciosa. Sin duda, el afecto era -en mi papá- un río dormido que sus hijos y nietas despertaron con las pequeñas gotas de su ternura. Un curso de agua que, tristemente, sigue apagado en muchos otros hombres que no han podido liberarse de una piedra heredada por generaciones. Hace falta hacer del afecto entre hombres una práctica más habitual. Mi papá es un ejemplo de ello. En el presente -gracias a sus nietas- conoce los besos de esquimal y también se atreve a decir: “Buenas noches, hijo. Te amo”.