En un bote con destino al mar por Gabriela Hernández

Desde mis ojos con esta agua salada empieza el mar. Rojos cuencos que pican; sigue siendo por tanta sal. Esa sal que si no sale, hincha, enferma, asfixia. Que se calcifica y de pronto, haciéndose piedritas, se atora en el lagrimal y ya no te deja llorar. Y si no lloras, no fluyes. Y si no fluyes, tu destino está condenado a la ciudad. Esta ciudad calcina donde conocí a EME radiante y donde lo dejé desalmado. Lo dejé porque yo quiero llegar al mar. Así que lloro. Lloro de distintas formas y en cualquier lugar. Lloro atragantándome con mi propio dolor. Lloro quedito. Lloro hasta quedarme dormida, para tener fuerzas y llorar al despertar. Lloro camino a la escuela, cubriendo mi cara con un libro. Lloro con las cejas bajas poniendo de pretexto cualquier película. Lloro con las manos cubriéndome los ojos avergonzados, con el maquillaje corrido o el rostro recién lavado. Para ser honesta, también lloro cuando estoy en el trabajo con el mismo método que cuando estoy en un café, un bar, un restaurante o en la casa de cualquier amigo: un ratito encerrada en el baño. ¿Qué creerán que hago tanto tiempo en el baño? Prefiero cualquier creencia a que noten que lloro por largos minutos mirándome fijamente en el espejo y sintiendo que quien llora allí no soy yo, sino el reflejo. Porque mi llanto también, a veces, culmina en carcajada desquiciada. O en sonrisita de lo muy ridícula que me he de ver. Lloro, incluso, pensando en el fondo musical que me acompañaría. O en el tipo de toma o corrección de color que mejoraría la escena. Lloro escurriéndome en el teclado de mi computadora o ensuciando el papel donde esté escribiendo o dibujando. Lloro de día, pero lloro más de noche. Lloro hasta cuando hago ejercicio, aunque intento no hacerlo porque aprendí que así me canso más y que mis lágrimas pierden impacto al fundirse con el sudor. Lloro con el puño apretado, con la mano suelta, con los dedos cruzados. Lloro acordándome de mi amado EME, lloro para alejarme de mí y reencontrarme en todo lo bonito que me dejó él. Lloro porque mis lágrimas me hacen menos pesada. Me liberan. Me hacen flotar. Y si floto, con este río de lágrimas quizás llegue al mar, donde deseo volver a ver a mi EME para no dejarlo jamás. Total, si he de estar condenada, quiero que sea eternamente con él en el mar, porque estoy segura de que allí ya no habrá lágrima que llorar.

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