PARTE 1
Guanajuato es una ciudad llena de sorpresas, proveedora de bellas postales y experiencias únicas. He vivido aquí durante cuatro años, pero me bastó el primero para darme cuenta de que estaba atrapada en un calabozo donde el castigo era la rutina. Uno se empieza a acostumbrar a los colores vivos, la arquitectura colonial y los callejones poco amigables para aquel que no posee una buena condición física.
Esta ciudad inicia cada mañana con una suave y fría brisa que después de un par de horas pierde importancia ante la imponente presencia de los rayos del sol. Por las noches, el viento frío retorna y abraza a aquellos que neciamente permanecen en las calles. Los días pasaban, las personas continuaban su rutina y yo seguía sin encontrar nada que pudiera sorprenderme, nada que pudiera provocarme una emoción que me sacara del aburrimiento; entonces, apareció él.
Aquel día pintaba como uno más del calendario, no fue hasta la noche cuando al checar el celular vi un video en internet que lo confirmaba, ya estaba en la ciudad. Sabía que él pertenecía al ambiente artístico independiente del país y que había viajado mucho, me tocó topármelo incluso un año antes pero no intercambiamos ni siquiera miradas, sólo compartimos un espacio. Mis compañeros me dijeron que era momento de irnos y emprendimos nuestro corto aunque cansado camino hacia esa pequeña casa debajo de un puente que veía cada mañana al ir a la escuela, pero que jamás le había tomado importancia. Entramos y en las escaleras nos recibieron un par de personas que nos saludaron amablemente y nos indicaron el camino, pronto supe que eran los dueños de la casa. Al ir subiendo las estrechas escaleras, choqué con un sujeto que iba bajando rápido y no alcanzó a evadirme. Me miró a los ojos y me dijo su nombre con una sonrisa, me abrazó y continuó su camino. En ese momento no lo supe, pero era él.