Gasolina, amor y otros venenos por Mónica Menargues.

1ª Parte. Ibai y Sur.

Salí con él cuando tenía dieciséis años, él tenía bastantes más que yo. Mi primer novio. Era el hermano mayor de Abellán, me había fijado en él cuándo venía al instituto a recogerlo todos los medios días del curso escolar. Hacíamos parecidos recorridos de vuelta a casa y alguna vez cruzamos nuestros caminos. Abellán iba a mi clase, era retraído, misterioso y con una peca negra muy grande que bordeaba su ojo. No hablábamos pero creo que nos caíamos bien. Un lunes durante el recreo me dio una nota de su hermano, decía que se había alquilado una habitación, si quería ir a verla. Le contesté mediante otra nota que sí y quedé con él dos días después a la salida del instituto. A mi madre le dije que me quedaba allí para hacer un trabajo. El hermano mayor de Abellán, no se apellidaba Abellán pues eran hermanos solo de madre. Al parecer su madre ahora había encontrado a otro hombre, uno de verdad. El miércoles llegó y nos vimos a la salida de clase, paseamos juntos a su nueva casa sin apenas mediar conversación. Él era más alto que yo, muy delgado y con la mandíbula un poco torcida, este hecho lejos de disgustarme me atraía bastante.  Cuando me miraba siempre entrecerraba el ojo derecho pero nunca pensé que se trataba de un defecto físico, sino solo su manera de hacerse el interesante, no sabía que conmigo no hacía falta hacerse el interesante —cuando tienes dieciséis años cualquier chico mayor que tú es atractivo—. Cuando llegué a su casa eran las 14:30h y tenía un hambre que mordía, pero no tenía nada de comida allí, cerveza y costo, solo eso. La casa estaba habitada por más chicos, de manera que enseguida entramos a su habitación sin ni siquiera enseñarme el resto del piso. Supongo que esto de enseñar la cocina y el aseo era algo de chicas. Entramos a su habitación, una ventana grande, una persiana levantada y ninguna cortina me esperaban para mostrarme su vida. La cama estaba sin hacer, con la sábana adaptable fuera del colchón. La habitación debía tener  once metros cuadrados, con una rápida mirada habías visto todo lo que había en ese cuarto, pensar en esto hizo que me sobreviniera una sensación de ahogo que casi me obligó a salir vomitando por todo el pasillo en búsqueda de ese baño secreto.  Me contuve. Al principio no hubo mucho diálogo, esto no parecía incomodarnos a ninguno. Los primeros diez minutos estuve viendo los libros y las fotos que tenía por su escritorio,  mientras él se preparaba un cigarro. Vi fotos de chicas, chicas que no se parecían a mí, por momentos experimenté un leve bajón de ánimo. Luego recorrí mi vista por cada uno de los libros que tenía: Chuck Palahniuk, Kerouac, Irvine Welsh, poesía de Rimbaud, ¡Ah! y Las Flores del Mal de Baudelaire, me dijo que ese me lo quería regalar, lo tomó y me lo dedicó, miré curiosamente mientras escribía «A la nínfula que se tragó el mar con sus ojos». Hubieron de pasar unos años más hasta que leí a Lolita y entendí lo que quería decir con nínfula. Él tomó mi carpeta y la abrió sin pedir permiso, dentro tenía dos fotos, la más grande era de River Phoenix, la otra era de una playa, no sé de donde era, la recorté de una revista que leía mi madre. Me dijo que algún día podía pedirle el coche a su padre y llevarme a la playa. No le contesté. Arrastró el casete para él y metió una cinta de The Smiths. Pensé que se había olvidado de mí, mientras fumaba cerraba los ojos y movía su pie izquierdo al ritmo de  Bigmouth Strikes Again. Yo intenté sentarme alejada de él, pero la cama, único mueble en la habitación, era tan pequeña que no podías recostarte sin tocar su pierna envuelta en ese pantalón desgastado. Escuchamos música un rato, el calor y el humo ocupaban toda la habitación. A las 16:00 todavía no habíamos comido. Entró a su habitación Javier, un chico muy pálido que vestía de negro con botas oscuras. El hermano de Abellán le dijo que le dejara en paz, «tío estoy con una chica, ¿no lo ves?». Él me miró con ira, más molesto conmigo que con él, se marchó. Entonces me contó la historia de Javier.  Javier vivía con su tía soltera, el único familiar que se hizo cargo de él cuando sus padres murieron en un accidente de avión. Su tía lo había tratado siempre bien pero ambos estaban cansados el uno del otro. Ahora ella le pagaba una habitación en el piso del hermano de Abellán.  Ella se justificaba diciendo que así promocionaba la libertad e independencia de Javier. «¡Joder!», dijo el hermano de Abellán, «¡se me olvidó que tenía que recoger a mi hermano del conservatorio». Bajamos deprisa por los escalones, camino a la plaza pasó su brazo por mi espalda y dejó caer su mano por mi hombro derecho.  Le miré, pero sus ojos se dirigían hacia el frente, parecía algo natural y desconocía si este hecho debía interpretarlo como un paso adelante.

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IMG_20160913_184338Me llamo Mónica Menargues. Soy solitaria, ingenua, desconfiada. Hablo poco. Me interesa más leer que la gente. Me resulta más fácil divagar sobre la muerte que participar en una conversación. Me hastía hablar de cualquier tema que no sea literatura. Me querré un poquito más el día que entienda el Ulises, de Joyce. Vivo la vida con el mismo sentimiento de deseo que de desapego. A veces siento que lo tengo todo y otras que no tengo nada de nada. Cada vez que termino de escribir algo se muere una parte de mí. Sobrevivo porque siempre tengo un segundo libro que leer. 

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