«Hola» «Hola». Ibai había ido al centro comercial con su hermano a escuchar música y yo cruzaba el pasillo con mi madre para hacer la compra semanal. A Abellán lo vi al fondo con los cascos puestos. Solo paré cinco minutos, los cinco minutos racionales para que mi madre no me hiciera después demasiadas preguntas. «¿Cuándo nos podemos ver?», me dijo él. Era sábado y no nos habíamos vuelto a ver desde el miércoles, nuestra primera cita —si es que esa palabra tenía sentido en nuestro primer encuentro—. «¿Qué tal el lunes a las 17:30?», le dije «¿quedamos en la biblioteca y así me echas una mano en un trabajo de filosofía?». Me miró fijamente y pasaron quince segundos hasta que contestó, por cada milésima de segundo que rodó por la atmósfera mi cuerpo perdió bidones de fuerza y energía, durante ese momento pensé en decirle, o quedamos en tu casa, o en la calle, o donde sea, pero quedemos. «El lunes en la biblioteca», contestó. Alargó su brazo hasta mi cara, pasó sus dedos cerca de mi sonrisa y se despidió. Una explosión de fuegos artificiales salió de mi estómago para estallar chispeante en mi mirada. Encontré a mi madre en la sección de pescado, llegué ligera, como transportada por un ser superior, la miré y le dije « ¿Qué mamá? ¿Qué dices?», a lo que mi madre respondió «¿A qué viene esa sonrisa?» « ¿Y quién era ese chico?, se ve mayor que tú», sentenció. A punto estuve de decirle «Mamá, ¡me he enamorado! ¡Y la vida ha dejado de ser una mierda para mostrarse ante mí linda y estimulante!» pero en cambio le dije «es el hermano de un compañero de clase». Satisfecha mi madre volvió a su tarea de comprar sardinas para la noche. Los sábados mi hermana y yo acompañábamos a mi madre, y entre nosotras había un acuerdo tácito de no salir. Mi padre, mi padre no sé dónde coño estaba los sábados. Esa noche nos comimos las sardinas y transportamos el perfume a pescado para toda la semana. Mi madre se volvía bella cuando reía y era la mejor cocinando. Los sábados por la noche no estaban mal del todo. Ahora lo importante era que no se enterara que quedaba con Ibai. No sé bien por qué me sentía tan atraída por él. Hablaba poco, era silencioso, casi mudo, lo había observado muchas veces recogiendo a Abellán pero nunca lo había visto sonreír, su mirada era fija y sus pupilas como dos huesos negros de aceitunas, parecía singular —que es lo contrario a plural—. Sus manos siempre las tenía guardadas en sus vaqueros. Sus manos eran grandes y sus dedos finos, su espalda estaban levemente echada hacia delante y vacilaba con su cabeza cuando las cosas no le gustaban. Tuve que hacer esfuerzos titánicos para esperar al lunes sin que sufriera un sincope espontáneo. Llegó el lunes, eran las 17:30, yo llegué con el sol alumbrando mi piel, de mis poros salían pequeñas motitas amarillas, mis pies se lanzaban uno tras otros cruzando las calles y mis ojos se desparramaban por mis cuencas expectantes ante la tarde que estaba por venir. Llegué a la puerta pero no había nadie, entré, subí las escaleras que me llevaban a la primera planta y lo vi en la tercera mesa de la sala, solo, con un libro de filosofía. Le observé durante 50 segundos mientras no me veía, su cuerpo solo ocupaba la mitad de su propio asiento, sostenía un libro entre sus piernas y la mesa de estudio le era totalmente prescindible, el pelo le tapaba la cara y no podía ver su gesto. Acerqué mi cuerpo hasta él, mi mente ya estaba a su lado desde días atrás. «Hola» «Hola Mónica, llegué temprano y me subí» «Dime, ¿En qué consiste tu trabajo?» «Bueno, mi profesor nos dijo que escogiéramos a una persona que admiráramos y habláramos de ella» « ¿Y en quién has pensado tú?» «Yo he pensado en mi abuelo, en Cortázar y Jimi Hendrix» Me preguntó por qué eran los escogidos y me senté al lado suyo mientras pensaba como explicarle tranquilamente tantas ideas sobrevenidas. Comencé: «Pensé en primer lugar en mi abuelo, aunque lo deseché porque me resulta demasiado íntimo hablar delante de 30 compañeros de clase sobre él» «¿Sabes?, cuando iba a ver a mi abuelo respiraba un cielo distinto. Mi abuelo era silencioso, como yo. Sus manos eran fuertes y también su cuerpo, su piel estaba horneada por su trabajo de sol a sol, él era de la tierra, de la misma que cultivaba, nunca le escuché gritar ni tampoco mostrar fatiga. En todos los recuerdos sobre mi infancia está él. Era toda mi seguridad en mi cuerpo de 25 kilos, el que me decía que sería una artista, era el hombre más moderno de mi casa y al lado suyo mis demonios se disipaban porque con él yo no temía a nadie ni nada, me besaba siempre en el mismo lado de la cara, y dormía como yo, con la mano derecha tapándose los ojos y la almohada atravesando su cuerpo. Sus ojos fueron mi faro en la niñez, nada es comparable a la huella que dejó en mi corazón. Lo quiero aunque ya no esté. Y ojalá hubiera estado hecho de partículas de eternidad para así burlar al tiempo, pero ya no está, y lo que tengo de él son millones de instantes multicolores cubiertos de sonrisas a punto de volverse carcajadas». Tomé aire, creo que estaba saturado por mis palabras, me miraba fijamente, no se perdía gesto ni movimiento, me dijo «Continúa» «Bueno, Cortázar porque creo que solo Dios podría escribir así, y a Dios lo mató Nietzsche, y a Jimi Hendrix porque era un genio, ¿sabes que era sinestésico? Veía la música en colores ¡veía los sonidos! eso debe ser de puta madre, ¿verdad?» «Estar contigo sí es de puta madre», contestó. Me agarró del brazo, me tiró hacia su cuerpo y me besó. Dejé caer los parpados y sentí como destruía mi realidad bajo una deliciosa y seductora explosión de todas las partes de mi piel. Mi primer beso.
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Me llamo Mónica Menargues. Soy solitaria, ingenua, desconfiada. Hablo poco. Me interesa más leer que la gente. Me resulta más fácil divagar sobre la muerte que participar en una conversación. Me hastía hablar de cualquier tema que no sea literatura. Me querré un poquito más el día que entienda el Ulises, de Joyce. Vivo la vida con el mismo sentimiento de deseo que de desapego. A veces siento que lo tengo todo y otras que no tengo nada de nada. Cada vez que termino de escribir algo se muere una parte de mí. Sobrevivo porque siempre tengo un segundo libro que leer.