Acostumbrados al ruido y a la saturación, no solo de información, sino de ideas e imágenes, el mundo parece una vorágine que nos enferma y produce severos malestares. La saturación de información, términos en que lo ha planteado Umberto Eco, nos intoxica al punto de poner en duda si necesitamos o no esos excesos.
La compañía no siempre debe ser ruido –se aman las conversaciones largas y a veces sin sentido, como se disfruta a veces debatir sobre las posturas ideológicas, los anhelos y los problemas– y también hay un espacio donde se disfruta el silencio.
Las horas largas, donde cada uno hacemos de algún rincón nuestro reino y el ruido no es necesario porque se sabe de la presencia del otro. No hacen falta las demostraciones permanentes de amor, porque el Amor existe también en los vacíos.
El Mundo o el Amor no está siempre en las palabras, aunque la pulsión por nombrar las cosas nos acerque a comprenderlas, están también aquellas que no podemos explicar, y para eso optamos por el silencio.
Quizá evadimos el silencio y los vacíos porque nos recuerdan la vulnerabilidad y la fragilidad del cuerpo, de lo que estuvo ahí, de lo que antes fue. Y aunque el camino de este texto no va hacia allá, en el silencio también existe un espacio para cultivar la fe y encontrar a Dios, en cualquiera de sus formas, sobre todo en aquellas cuyo lenguaje a veces entendemos, pero que no podemos hablar.
Del silencio, el encierro y la búsqueda de Dios saben mejor los benedictinos, personajes en torno a quien gira, por cierto, una de las obras más célebres de Eco.
Sin embargo, por estos días pienso en cosas más cotidianas, y aunque no tan cercanas a Dios, no por eso menos espirituales. Me pregunto cómo dedicar unas líneas a las personas importantes para mí, a quien llena nuestras memorias, tanto de brillos como de pálidas nostalgias, esas personas que son para cada uno nuestro Mundo.
Dónde está el Mundo, todo nuestro Mundo y con ello las cosas amadas.
El Mundo entero está con quien se puede compartir la casa, el pan y la cebolla. Por ello es que los recuerdos más bonitos los tenemos en el solar familiar; en la infancia con los abuelos y sus árboles frutales del patio; en los guisos de las tías y algunas tardes de risa; en la casa de los padres un domingo al mediodía; en el verano con los hermanos, en la casa viendo llover sin mojarse; está en el pan de nata, en el chocolate caliente y en la compañía de aquellos con quienes compartimos a veces la miseria, está en cocinar para alguien y reunirse con los amigos; está en el primer día del año caminado con los perros, y con los sobrinos en un triciclo; el Mundo entero está en la primavera de la cuarentena, con quien nos guardamos también del mundo, para cuidarnos unos a otros; está en el beso que se da cuando se cruza la puerta y se siente uno protegido por la que sea nuestra casa.
El Mundo está también con quien podemos pasar horas de silencio, y luego así, sin más, estallar en risa o ternura.
Un poema hecho canción, “Cantar” de Miguel Hernández, me recuerda esto que escribo:
Es la casa un palomar
y la cama un jazminero.
Las puertas de par en par
y en el fondo el mundo entero.
[…]
Arde la casa encendida
de besos y sombra amante.
No puede pasar la vida
más honda y emocionante.
A Miguel Hernández le negaron vivir casi recién terminada la Guerra Civil, murió joven en una cárcel de Alicante, España; entre sus poemas está “El hambre”, parte del libro “El hombre asecha” (1938-1939) dedicado a Pablo Neruda; mismo poema popular en estos días por su lectura y que espero acerque a muchos a sus poemas y cancioneros.
Algunas veces olvidamos dónde está el Mundo; ante tanto ruido y la imposibilidad de comprenderlo todo, posiblemente baste con saber que todo el amor cabe en nombrar el Amor.
Al final del libro “El nombre de la rosa” (1980), Umberto Eco escribe: “stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus”, parafraseando un verso de Bernardo de Cluny y que podría interpretarse como “de la rosa solo queda el nombre desnudo”.
Y me recuerda que, otra forma de honrar y amar a los otros es pensándolos, leyéndolos y compartiendo la casa, el pan y las cebollas, más que simplemente pronunciar su nombre.
Recomendaciones
Para ver:
El nombre de la rosa / Der Name der Rose (1986). Una producción de Alemania del Oeste (RFA), dirigida por Jean-Jacques Annaud.
La película protagonizada por Sean Connery y Christian Slater, está basada en el libro de Umberto Eco (1980). Ganó, entre otros premios, el Oscar a mejor película extranjera; con un final, que, aunque alternativo al libro, tiene el mismo sentido semiótico.
Para Leer:
“Canto” el poema completo de Miguel. Forma parte de “Cancionero y romancero de ausencias”. Fue publicado de manera póstuma y escrito durante su estancia en la cárcel. Fácil de encontrar en línea, así como su versión vuelta canción con el nombre de “La casa y el palomar”. La versión de Zitto Segovia es muy bella.
El pan y la cebolla, es una referencia a otro poema de Miguel Hernández "Nanas de la cebolla", del “Cancionero y romancero de ausencias”, una canción de cuna dedicada a su hijo recién nacido, luego de que su esposa le enviara una carta a prisión, donde cuenta que lo único que había para comer era pan y cebolla. He pensado que es también en las carencias donde se conoce el Amor.
Francisco Márquez vive en Guanajuato, México / Realizó estudios en arte y administración. Especialista en gestión cultural. Amante del arte, la arquitectura y el diseño de interiores. En busca de los objetos singulares. Doctorando de Artes por la Universidad de Guanajuato.