La distracción de Dios – Crónica de un milagro improvisado por Miguel Ramos Arcila

A mi mamá

que me dio una cicatriz

y un cuerpo de mi talla.

 

Dios no está en contra de la ciencia. Tan es así que permitió que la medicina tuviera grandes avances; y los médicos, a su vez, accedieron a que Dios hiciera algunos de sus milagros a través del bisturí.

 

 

Es febrero del año dos mil nueve. Me encuentro estudiando en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Voy en cuarto semestre de la licenciatura en Comunicación e Información, juego en el equipo de futbol de mi carrera y nuestro anhelo más grande es ganarles a los engreídos de Comunicación Organizacional, quienes creen que ser mejores en el deporte los redime de haber quedado en una carrera de segunda opción.

No tengo novia pero estoy enamorado de una mujer que, sin saberlo, encabeza la lista de los amores de mi vida desde hace más de un año. Hago enojar a mis hermanas de vez en cuando. Disfruto de la Coca-Cola fría en envase de vidrio. Asisto los domingos a la iglesia. Todo va bien.

Si alguien tuviera una vida sin mayores complicaciones como la mía entendería mi berrinche cuando el médico familiar después de notar que mi presión estaba ligeramente alta, en lugar de recetarme pastillas, me mandó a hacer unos estudios de sangre ¿No era posible que en aquel momento estuviera pensando en la mujer de la lista y eso acaso explicara el redoble de tambores de mi corazón? Además le tengo miedo a las agujas.

Estaba enojado, pero de todas maneras me inyectaron y no me dieron ni paleta ni curita. Cuando regresamos, al doctor le bastó hojear los resultados para decir que mis riñones no estaban bien y nos recomendó buscar a un especialista. Pero si yo me siento de maravilla, pensé. Hasta soy capaz de escribir mi nombre en letra manuscrita orinando.

La incredulidad se hizo colectiva, así que mis papás en lugar de llevarme con un nefrólogo, me llevaron con un cardiólogo. No porque pensaran que si se me regulaba la presión se arreglaban también los riñones, sino porque era un amigo de antaño. Al ver el examen sanguíneo explicó que efectivamente era algo relacionado con los riñones, y mandó a hacer otra prueba más detallada. Al día siguiente escuchamos el primer diagnóstico: Insuficiencia Renal. Se nos aconsejó que fuéramos con un nefrólogo y en esta ocasión, pese a nuestra convicción cada vez más grande de que los doctores estaban equivocados, decidimos obedecer.

Otro pinchazo en el brazo y un ultrasonido.  El especialista concluyó que se trataba de Insuficiencia Renal Crónica; las causas podían ser muchas y para saberlas había que hacerme una biopsia. Indicó que necesitaba ser trasplantado, pero lo que yo necesitaba era una cuarta opinión, que alguien me dijera que no era para tanto el asunto, y que podría curarme en una semana tomando chochitos y haciendo oraciones más fervientes.

Así que el día después de mi cumpleaños nos dirigimos con el Doctor Alfredo Chew Wong que, a juzgar por la fonética con que mis padres pronunciaban sus apellidos, podría ser el mejor nefrólogo de todos: el Doctor Chin-Gón. Recuerdo que antes de entrar al consultorio mis papás me dijeron que no importaba lo que pasara, ellos siempre me apoyarían y que lo íbamos a resolver como familia. Hubo un abrazo y un llanto preparatorio antes de entrar.

Insuficiencia Renal Crónica Terminal, dijo. Parecía que cada médico tenía la obligación de asustarnos añadiendo una palabra más a mi enfermedad. Según su explicación mis riñones estaban al diez por ciento de su funcionamiento, pequeños y cicatrizados. La solución seguía siendo el trasplante. Y todavía se atrevió a cobrarnos cuatrocientos pesos por darnos la mala noticia.

Los días que siguieron fueron confusos, me sentía débil y pusilánime. Cualquier síntoma de alegría había desaparecido por completo, como si no tuviera permiso de sonreír hasta que me dieran de alta. Mis papás, para mostrar su solidaridad, decidieron envejecer más rápido. A mi papá se le caía el cabello. Y mi mamá tuvo que aprender a maquillarse la tristeza. Todo era pesadumbre.

Dios desdibujaba sus huellas y así era imposible encontrarlo; ya no deseaba pedirle que me curara, quería exigirle una disculpa, una explicación al menos; porque por andar haciendo universos se le olvidó que yo no tomo ni fumo, que voy a la iglesia todos los domingos, que puedo aceptar algunas enfermedades sin quejarme: gripa,  fiebre, incluso hemorroides, pero no esto. Amén. Silencio absoluto. Dios permanecía mudo a mis súplicas, escondido detrás de alguna estrella, seguramente apenado por su distracción.

Mi papá fue muy terco. Le explicaron varias veces que el donador debía de tener un cuerpo saludable, y mi viejo sufría de un problema de cadera desde hacía algunos años. Por mucho que insistiera las condiciones físicas de su cuerpo no eran las óptimas, así que lo obligaron a aceptar que fuera mi mamá a la que le sacaran el riñón.

En marzo comenzaron los exámenes de compatibilidad renal, que fueron demasiados. Así que mientras nos pinchaban los brazos, mis amigos de la universidad preparaban un evento para recaudar fondos. Según me cuentan fue todo un éxito. Una de las guapas del salón vendía besos, había concursos y todos consumían mucho alcohol a mi salud.

En poco tiempo la noticia había llegado a todos mis familiares quienes, al enterarse, me llamaron para ofrecer su ayuda y, en ocasiones, su riñón. La preocupación y el cariño de todos ellos me hicieron entender que Dios no se había hecho invisible, sino que se había multiplicado.

            El ocho de abril entramos en el hospital. Esa tarde mi mamá, ya lista con la bata y sentada en una silla de ruedas, fue la primera en salir de la habitación donde nos encontrábamos. Nunca la vi tan hermosa y tan frágil. Pensé que si ella moría yo sería el responsable. Poco después llegaron con otra silla de ruedas por mí; me despedí de mi papá y de su sentimiento de impotencia. Lo dejamos huérfano.

            En el camino al quirófano tuve la certeza de que iba a morirme. Cuando me acostaron en una cama metálica empecé a llorar, procurando no perder la compostura, administrando las lágrimas, como un niño que se tropieza y se raspa la rodilla frente a la niña que le gusta. Me pusieron una inyección y dijeron que contara hasta diez. Uno, dos, tres, cuatro… cinco… seis…; me dormí llorando, sin paleta ni curita.

            Abro los ojos. Estoy lleno de cables y de dudas. Entonces empiezo a balbucear, a preguntar por mi mamá. Alguien me dice que se encuentra bien y que está en otra habitación. Agradezco en silencio a Dios por haber evitado el homicidio que temía cometer y, antes de quedarme dormido, le digo a la persona sin rostro que tengo sed.

            Estuve tres días en cama sin levantarme. Me bañaban acostado y orinaba a través de una sonda que ni siquiera sabía que tenía. Descubrí la herida en mi abdomen, una herida larga, reciente, horriblemente cosida, por donde habían injertado el riñón izquierdo de mi mamá.

En una semana estábamos de regreso en nuestra casa. Fue como nacer otra vez, porque me enseñaron a caminar con mis pies hinchados de suero, a hacer del baño sin la sonda, a bañarme sin mojar la cicatriz.

Admito que al principio de mi recuperación me daba un poco de vergüenza salir a la calle con un cubreboca. Me hacía sentir más cercano a la muerte que los demás; pero ese mes todo el país fue muy considerado conmigo porque empezó a usar cubrebocas por empatía y por la influenza.

            Regresé a la universidad y no reprobé el semestre. En el dos mil once me titulé, pero ya no pude jugar futbol. No tengo novia y la lista de las mujeres de mi vida está llena de borrones. Cada tercer día hago enojar sólo a mi hermana menor, porque la otra se fue a estudiar a España. Mi mamá sigue siendo inmortal. Asisto los domingos a la iglesia. Puedo decir que todo va bien.

            Todavía hay señoras que, al enterarse de la historia, me dicen: Tu mamá te dio la vida dos veces, como si hicieran un descubrimiento por mí. Sin embargo para no ser grosero hago mi cara de estar reflexionado profundamente en sus palabras. Luego con un tono regañón me recuerdan, aunque no haga falta, lo agradecido que debo estar todos los días.

Yo la amo casi de memoria, me he sentido unido a ella por un cordón umbilical invisible desde mi nacimiento, y, ahora que llevo su riñón, no existe un sólo momento en que no estemos juntos. Es la mujer de mi vida.

 

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