Era un día de clases totalmente tranquilo. Llegó el maestro, no saludó, acomodó una mesa al centro del aula, puso una computadora y un proyector, encendió éstos dos y dio las indicaciones:
– Hoy vamos a hacer una actividad diferente.
Todos se vieron con extrañeza y siguieron atentos.
La actividad consistía en que cada estudiante tenía dos minutos para pasar a la computadora y comenzar a escribir lo que se le viniera en gana. Lo que era evidente, es que todos verían en el proyector cada palabra tecleada.
Podían escribir lo que pensaban en el momento, lo que hicieron durante el día, algún recuerdo o incluso preguntas con respuestas.
El turno era voluntario y nada forzoso.
La actividad comenzó con una chica. Describió lo que hizo de su fin de semana.
Después de ella, pasaron unos minutos para que alguien más continuara.
Comenzaron pasando más, uno tras otro sin dejar pausas.
Algunos dudaban, escribían y borraban.
El ritmo fue extraño. El sentimiento que más se leyó fue el miedo.
El maestro estaba atento a todo: al que escribía, cómo lo hacía, sus gestos. Se enfocaba al lenguaje corporal de los demás, sus reacciones y algunos comentarios.
Cuando por fin todos pasaron, el maestro caminando por cada fila explicaba lo siguiente:
“el miedo puede comérselos vivos, pero ustedes tienen el poder, el control de cada situación. Como se dieron cuenta, es importante saber nuestra esencia, qué queremos que los demás sepan de nosotros. La libertad que simboliza la escritura es algo que nadie puede quitarnos. Acérquense a la literatura, que la lectura es un modo de sentirse en otros mundos”.