La lápida en la Azotea por Oscar Mata Arellano

Pasteur número 8, una de las casonas más antigüas en el primer cuadro de la ciudad de Querétaro. Sus portales chamuscados abren paso a cientos de historias de amores, de envidias, de celos y controversias. Historias cotidianas de un tiempo ajeno al nuestro antes de recaer en los me gusta y las selfies, en los vistos y en las llamadas perdidas. Cuando se sentía más y se hablaba menos.

Tocar el barandal de herrería antigüa, pisar el suelo de piedra, escuchar el crujir del techo como si nos quisiera decir algo, son sólo un signo inequívoco de estar caminando encima de recuerdos y de historias. De pasarle por encima a la memoria perdida de esas casonas en el centro de Querétaro o de cualquier centro histórico. 

Pasarle por debajo a la memoria del S.D. José M. Muñoz Flores, cuya lápida fechada el 13 de Junio de 1877 se encuentra en la azotea de la casa, bañada de sol, lluvia, polvo y olvido, desgastada por los más de 130 años que tiene existiendo, y desgastada aún más por la indiferencia que rodea su entorno solitario en una de las miles de azoteas del centro histórico. 

Acumulando noches, amaneceres, lluvias y días soleados con canto de pajaritos en la alambrada, nos recuerda el corto recorrido en este trayecto al que llamamos vida. Nos recuerda que esa tumba tiene ojos, tiene tacto y tiene memoria, y, que si tuviera boca, podría hablar más que toda la historia del hombre escrita. 

La imaginación hila teorías sobre como acabo ahí, de como en ese acto de profanar la muerte, paradójicamente acercaron su memoria a la salvación, de poner el recuerdo del S.D. José M. Muñoz Flores más cerca del cielo y la redención.

Pienso en las manos firmes que tomaron un cincel y grabaron la piedra. En las manos que la levantaron de algún taller, y con algunas gotas de sudor sobre la frente, colocaron la piedra en la tumba de Don José M. Muñoz Flores. Las manos que perpetuaron el eterno descanso otorgado por algún cura cansado que olía a incienso y sudor rancio bajo la sotana. Las manos que la cargaron para relegarla en una azotea. Las manos que la acomodaron en ese exacto ángulo en posición de descanso recargada sobre la pared. Las manos que algún día la moverán a algún museo, a algún basurero o a olvidarla.

No sabemos quién fue el S.D. José M. Muñoz Flores y tal vez nunca lo sepamos, pudo haber sido el amo de esa casa para una veintena de sirvientes, o el esposo que guardaba distancia sin muestras de cariño en una sociedad más conservadora y diferente a la nuestra. Pudo ser padre de diferentes bastardos o tener un amorío con una monja o ser conspirador retirado de la independencia, pudo ser tu o ser yo. 

Pero ahora su recuerdo yace en la parte más alta de una casona siendo blanco fácil de alguna mierda de paloma, súbita metáfora de lo que podría ser la vida si nuestro último recuerdo termina siendo una lápida olvidada en la azotea.

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