Leyenda de una niña mujer por Joan Carel

GabrielMorales/ArchivofotoFIC2019

“Aprendes a cocinar porque en estas tierras hay muchas semillitas que saben resabroso”, dice Angélica Aragón representando a Mirra, rebautizada como Catarina de San Juan, a un grupo de mujeres dicharacheras vestidas con sus trajes típicos. Esa escena, que refiere no sólo a las labores domésticas como la cocina, sino a la condición femenina de sumisión y violencia padecida en esas regiones, funciona como preludio para la obra en homenaje a una figura casi mítica en la cultura popular mexicana: la china poblana.

Cuenta la leyenda que Mirra, una niña casi “mujercita”, fue secuestrada en tierras orientales por piratas y traída a la costa de Acapulco para ser vendida como esclava durante los años mil seiscientos. Disfrazada de hombre, fue acogida en una familia poblana donde los ultrajes y violaciones no difirieron de los de su cautiverio marítimo, y ella, sintiéndose sin cualidad humana, sin alma por ser mujer, china y esclava, halló en el dios cristiano su refugio y en la flagelación el medio para limpiar su condición profanada. Mirra odia su cuerpo porque por él pudo sobrevivir, pero ya en su adultez decide, y en sus sueños y recuerdos lo reitera, “cuerpo y alma míos, no para hombres; nunca ellos deben tocar”.

Sin pretender con esto demeritar la sólida trayectoria y la capacidad interpretativa de la actriz protagonista, puesto que en escena da amplia muestra de ello con su fluidez discursiva, lenguaje corporal y transición emotiva, ni el guion, ni la escenografía, ni el montaje (excepto la escena inicial), ni la actuación del resto del elenco logran realmente conmover ni cautivar, sólo un poco la historia, como lo ha sido desde tiempos inmemoriales la de la mujer y los pueblos sometidos en el mundo, por el ultraje y la injusticia que dicta el rumbo y destino infeliz de toda una vida.

Gentil, bondadosa, alegre, espiritual, así es Catarina a pesar de los severos castigos, como los de su amo enfurecido por lastimar “tu cuerpo que es mío”. Pasado el tiempo y bajo el cuidado de un sacerdote, la mujer es dada en matrimonio a un hombre que realmente parece amarla y que respeta, por la cruz en medio de su cama hasta el fin de sus días, su tan preciada castidad.

Famosa en su comunidad por sus remedios, sus intervenciones divinas y sus bellas artesanías de costura y bordado, la heroína se dedica a tener compasión de las almas en pena y ayudar piadosamente en todo momento al necesitado. En sus años maduros, lleva “comidita, falditas y blusitas” a las mujeres de tugurios que “bailan muy bonito jarabe, con un pie aquí y otro allá”. Como si no supiera a qué se dedican, pero precisamente por eso, Catarina se enorgullece de ser su amiga y defiende a las ancestrales “alegradoras” por ser “pobrecitas almas” que no hacen nada más noble que ganar un justo salario por regalar sonrisas. Así, a sus 79 años, con su falda de oro y lentejuela, su falda de “mujer de la calle”, irónicamente icónica para este país más de trescientos años después, camina feliz y orgullosa a recibir en la muerte su recompensa y fijar su leyenda también.

Luego de esta función, sólo queda en la memoria el hallazgo de una interesante y poco difundida historia de importancia para la conciencia nacional, la reiteración de la condición sobajada de la mujer que ayer y siempre impera, la emocionante experiencia de conocer frente a frente y contemplar en escena a una admirada primera actriz por primera vez.

La leyenda de la China Poblana 
Dir. Maricela Lara 
14 de octubre de 2019
Teatro Cervantes

Fotografía: cortesía FIC

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