Misión fallida por Oscar Alberto Murillo Rubio

pile of newspapers

Martín ya había dado tres vueltas a la cuadra donde se ubicaba el centro comercial. En cada ocasión se asomaba a sus puertas para ver si el número de personas había disminuido. Aumentó. El crepúsculo le indicó que se le estaba acabando el tiempo y tenía que darse prisa en conseguir lo que el doctor anotó en la receta. La sostenía firmemente dentro de su bolsillo cada cinco minutos para asegurarse de que se encontraba ahí; aunque una vez dentro tendría que abandonar su ritual a menos que llamara la atención y lo trataran como a un ladrón. Suspiró y dio paso decisivo a la entrada del centro comercial.

 

– ¿Sólo eso puede ayudar a mi padre, doctor?

– Hay más medicamentos, pero ese será el más económico y más fácil de conseguir.

 

Él quedó estático en la entrada recordando las palabras del doctor y aún veía su sonrisa burlona que fracasó en esconder. Metió la mano en su bolsillo para sacar la receta: Citrato sildenafilo. Tomar una tableta cada ocho horas. Martín no sabía de medicinas, pero conocía por sus amigos del bachillerato, mientras jugaban videojuegos, que debería haber otros medicamentos baratos para la hipertensión arterial pulmonar además de ese. Pensó que sería mejor regresar más tarde o buscar en una farmacia particular, pero recordó que sus vueltas para esperar que hubiera menos gente le había consumido todo su tiempo y la compra del medicamento no podía esperar hasta el día siguiente: su padre necesitaba las píldoras ese mismo día. Intentó moverse pero sus piernas no querían obedecerle: era más la gente que entraba en comparación de la que salía. Mala señal.

 

– ¿De qué medicamento se trata, doctor?

– Citrato sildenafilo… Viagra.

 

Entró.

 

En menos de un minuto Martín recordó un plan perfecto para pasar depapercibido en centros comerciales. De acuerdo con sus amigos – le juraron –, les había funcionado a la hora de comprar preservativos: observar todo a su alrededor para fingir interés, ver con gesto pensativo las televisiones, manipular torpemente las computadoras portátiles en exhibición, pasear por el pasillo de licores para aparentar ser un menor de edad alcohólico y conocedor, ver varios juguetes para pretender ser un niño aún interesado en ellos, hojear revistas para disimular el gusto por la lectura, comer muestras gratis de queso y jamón con falsas promesas de comprar los productos y cambiar de lugar bolsas de golosinas y frituras para dejar evidencia de que ahí estuvo. Terminado su engaño se dirigió al departamento de farmacia. Para su buena suerte, sólo había tres personas en la fila y ninguna otra persona a la vista. Era ahora o nunca. Se formó. Delante de él estaba una señora robusta, canosa, vistiendo un mandil rosa y con un niño en brazos, delante de ella un hombre joven rubio, musculoso y con una chaqueta negra con pinchos de metal en los hombros y el primero en la fila era un hombre anciano que apenas podía caminar.

 

– Citrato sildenafilo… Viagra.

 

Martín sintió que le faltaba el aire: ver al anciano recordó la sonrisa del doctor y escuchó la carcajada que muy probablemente hizo después. Exhaló lentamente mientras se limpió el sudor en su frente.

 

Para tranquilizarse, optó por mantenerse aún más bajo perfil – que era complicado porque Martín no era precisamente un adolescente muy delgado –: tomó su distancia de la señora con el niño en brazos, quien lo miraba fijamente juzgando su presencia en esa fila. El hombre anciano fue despachado y se retiró lentamente. El joven rubio se acercó a la encargada y pidió lo que necesitaba; o era lo que esperaba Martín porque en realidad era el novio y solamente fue a “saludarla”. En ese momento sintió comezón en la barbilla y se rascó con parsimonia creyendo que lo escucharían.

Mientras se rascaba el niño que tenía en frente no dejaba de mirarlo, acto que Martín empezaba a ponerlo nervioso. Intentó hacerle mirar a otro lado haciendo gestos que creía eran aterradores para él, pero sólo logró despertar el nivel de profundidad visual que el niño estaba reservando para otro día. El infante decidió gastar toda su energía en mirar a un punto fijo: él.

Martín ladeó su cuerpo y miró a la pareja y estaban riéndose, lo que sea que estaban hablando no parecía tener un fin próximo a la conversación. Su transpiración estaba haciéndose notoria en sus axilas; para resolver el problema pegó los brazos al cuerpo para cubrirlas y tensó los músculos.

 

– ¡Hola, Martín!

 

Él dejó de respirar. De todas las personas que podría estar preparado en caso de ser descubierto – o eso creía –, ella era quien representaba la nula probabilidad de ello. Él dio media vuelta y tensó los hombros para esconder su cabeza entre ellos. Sus sospechas se confirmaron con un escalofrío que recorrió su espalda y sintió náuseas. Era Raquel: la compañera de clase cuyo asiento se ubicaba delante de él. Además de ser la chica que le gustaba.

 

– ¿No me vas a saludar? Qué feo eres, Martín… –

 

La voz chillona de Raquel ya había alertado a todos de la ubicación de Martín y revelado su nombre. La muchacha pelirroja tenía los delgados brazos posados en sus caderas de mujer ya desarrollada y la mueca en su rostro cubierto de pecas exigía una respuesta. Martín hizo una media sonrisa y levantó un brazo, sin despegarlo de la axila, y la saludó. Raquel sonrió y dio un pequeño brinco de alegría causando que los senos, igualmente desarrollados como las caderas, desafiaran por un instante la capacidad de resistencia del sostén y mostraron desde el escote un saludo a Martín. Él les regresó el saludo durante la distracción de la muchacha.

 

– ¿Ahora por qué tan callado, Martín? Tú no saludas así. Bueno, mira. Te vi en los dulces y pensé “mira, ahí está Martín. De seguro comprará chocolates. Lo saludaré para que me dé algunos” pero no te llevaste nada, así que te seguí para asegurarme de que compres mis favoritos. ¿De acuerdo?

 

Martín sólo pudo sostener la media sonrisa y asintió con el mismo movimiento de cabeza que hizo al saludar el busto de Raquel. Aún podía escuchar al joven rubio y a la encargada de farmacia platicar y detrás de él sentía la mirada inquisidora del niño. La abuela de éste, educada en la modernidad, esperaba con paciencia preternatural a que los jóvenes terminaran de hablar porque creía que para el amor, no había que entrometerse. Martín entonces bajó la guardia: era un momento perfecto. Pensó en que podría pasar el tiempo con la chica de sus sueños y fantasías hasta que llegara la hora de su turno. Antes de ir hacia la encargada podría pedirle a Raquel que lo esperara en la dulcería para comprar los chocolates que ella pedía; así sólo se expondría con la encargada quien, con suma profesionalidad, no divulgaría el producto que compraría. Aún había esperanza.

 

– Oye, Martín, ¿viniste a comprar medicina? Ay… pero están tardando mucho. Mejor hacemos esto. Voy a estar en la dulcería y te espero ahí para que compres los chocolates. ¿Sí?

 

La sonrisa de Martín perdió la tensión de más de la mitad de los músculos que la conformaban. La vio alejarse dando brincos de alegría y escuchando los saludos de su pecho mientras sus glúteos le dedicaban un vals.

 

– Oiga, ¿va a avanzar?

 

La voz ronca de un señor, cuya gordura era la de él multiplicada por diez, lo despertó de su trance. El joven rubio ya no se encontraba y la encargada ya estaba despachando a la abuela del niño que aún lo observaba. Su preocupación no se limitó al infante con habilidades místicas de observar sin parpadear, sino en su distracción estando con Raquel: diez personas más estaban formadas atrás de él.

Avanzó unos pasos para no escuchar los jadeos del hombre obeso detrás de él y empezó a respirar para calmarse. Pensó en que aún podía cumplir el objetivo: diría la verdad, que es para su padre. Él estaba muy enfermo y necesitaba específicamente el viagra para curarse. No era idea suya, sino del doctor que se burló de él una vez que abandonó su oficina. Sí, eso haría. Todo volvía a estar en orden y Martín suspiró tranquilo.

– Siguiente.

 

Ahí estaba su llamado. Martín avanzó con paso firme y entregó la receta a la encargada. Estaba listo para que ella lo mirara y así proceder a explicar el por qué de la solicitud de ese producto.

 

La mujer no lo miró.

 

Ella sujetó el micrófono del altavoz, aclaró su garganta y pronunció la sentencia de Martín que lo llevó a su inevitable caída.

 

– Encargado de bodega de farmacia, favor de traer viagra. Encargado de bodega, favor de traer viagra. – La encargada miró a Martín y le sonrió como una madre sonríe a sus hijos después de haberlos sometido a un arduo castigo por su mal comportamiento. – Ahorita te lo traen, mijo.

 

La cabeza de Martín se movió por sí misma a causa de la fuerza de gravedad. Perdió la sensibilidad en los músculos del cuello al momento de asentir. No dirigió la mirada a las personas que estaban atrás de él, sabía que se convirtieron en seres sobrehumanos con la capacidad visual del niño que lo había estado juzgando desde que lo vio. Martín supo entonces que el chico era algo más que un eterno mirador fijo y no lo estaba juzgando, sino advirtiendo. Lo entendió todo muy tarde: el niño era el último profeta de ese siglo y él lo había ignorado.

 

– A ver, ¿quién será el afortunado esta noch…?

 

El trabajador de la bodega vio a Martín esperando por el producto que él había traído. Miró a la encargada y ella asintió, confirmando las sospechas que venía formulándose desde el momento en que no pudo terminar su amistosa pregunta. Mientras entregaba la caja dio un vistazo a Martín: mostraba estar en otro nivel de consciencia, absorto en todo, menos en su posición actual. Recordó un síndrome similar en uno de sus compañeros durante el servicio militar: al pobre diablo le habían robado los pantalones mientras se duchaba y en castigo por descuidar sus ropas tuvo que trotar cinco vueltas desnudo por toda la Zona Militar. Su compañero nunca fue el mismo después de ese evento.

La encargada abrió la caja en el mostrador y vacío su contenido ahí mismo. El trabajador de la bodega procedió a retirarse, antes de hacerlo miró a Martín por última vez y lo saludó con su cachucha reconociéndolo como a un soldado caído. Ocultó su rostro con la misma y se dirigió hacia la bodega.

 

– Aquí tienes, mijo. Recuerda que ya no damos bolsa. ¡Vuelve pronto!

 

Martín recibió la caja con la palabra viagra escrita en mayúsculas e impresa en color azul. De pronto una fuerza que Martín recordaba muy bien y que deseó no volver a experimentar lo orilló a mirar a su izquierda. A lo lejos, la vio. Era Raquel que había presenciado todo. Intentó mantener la mirada hacia ella y poder explicar que la caja en sus manos, con letras de color de un cielo falso, no era para él. Imploró que pertenecería a su padre por sus problemas en los pulmones. Juró que la recetó un médico con la habilidad de ver el futuro y por eso se rió de él antes de ocurrir el incidente. Finalmente, se rindió y sus ojos se fijaron en la salida Sus palabras no surtieron efecto: recordó que él no poseía habilidades sobrehumanas.

 

Con paso decidido Martín se dirigió a la salida del centro comercial. Marchó en silencio, con la espalda firme y la frente en alto como un héroe preso a punto de ser ejecutado. Caminó a su casa, dejando en el departamento de farmacia al hombre que alguna vez fue: un asombroso táctico, un soldado discreto, un Casanova irresistible y un estratega perfecto. Marchó sin mirar atrás, ocultando la angustia de la tormenta inevitable delante de él que se desatará sin misericordia. Fue descubierto y por ello lo recordarían; las hazañas, en cambio, serán olvidadas como el mar a los peces en tierra antes de morir.

 

Llegó a su casa y entregó la caja. Su padre mostró su agradecimiento como lo hacen los esclavos al ser liberados y las lágrimas en su rostro fueron similares a las de los reos encontrados inocentes en un juicio injusto.

 

– Gracias, hijo. Dios te lo pague.

 

Martín le respondió con la sonrisa sincera del hijo pródigo viendo a su padre una vez más después de haberse exiliado. Fue a su cuarto, se acostó y abrazó las piernas para esperar el siguiente día. Tenía deseos de llorar pero las lágrimas no tenían la valentía de él para salir. Así, en la primera posición que aprendió dentro de su madre, durmió con la esperanza de encontrarse a Raquel en sus sueños. Solamente ahí podría seguir siendo el hombre que merece estar con ella y tal vez sólo ahí podría volver a estar cerca de ella. Aunque sólo con verla sería suficiente.

 

– ¡Oye, hijo! Ese doctor es un brujo. ¡Ya me estoy sintiendo mejor!

 

Su padre muy emocionado lo despierta para el desayuno familiar y él mira hacia la ventana. Una sensación de abandono lo invadió y empezó a temblar.

 

Martín no soñó con Raquel esa noche.

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