Fotografía: María Paola Garrido Barrera (paogarriido)
Hay dolores que marchan tanto tiempo con nosotros que olvidamos que están ahí pero que a pesar de sentirse conocidos no dejan de doler menos que un dolor nuevo o inesperado. A veces pasa que la rutina los esconde bajo otros nombres, bajo otras caras… hay dolores, por ejemplo, que tienen cara de cerveza dominguera, hay dolores que se esconden tras la euforia de un nuevo amor, tras la adrenalina del primer encuentro.
Los dolores no son los villanos que se nos ha hecho creer, los dolores son amigos molestos e irritantes que están ahí para recordarnos quienes somos, para recordarnos que volvemos a tropezar con la misma piedra. Para recordarnos que las manecillas del reloj acumulan cosas que, aunque queramos olvidar siguen asechándonos.
Nuestros amigos los dolores nos recuerdan por qué luchamos, nos dicen cuando estamos con las personas equivocadas y nos alertan cuando estamos por cometer una gilipollada.
Nuestros amigos se presentan en nuestras noches oscuras y entre las tinieblas de nuestros pensamientos nos gritan que no podemos seguir viviendo con el miedo de quedarnos callados. Nos enseñan que la soledad sólo incomoda cuando la culpa y el resentimiento tiran los hilos de nuestra existencia.
Nuestros amigos los dolores nos repiten que nuestras acciones tienen consecuencias y nos sacuden de repente para mostrarnos los monstruos en los que podemos llegar a convertirnos.
Hay dolores que parecen tan familiares que dan la impresión de que nos acompañan como viejos amigos en nuestro camino hacia la eternidad.