Mi abuela toma su café, el de la mañana, en silencio. De niña me daba uno también, pero le ponía un sorbito de leche. Antes de que no pudiera tomar azúcar lo acompañaba con un pan dulce. Siempre dejaba un pedazo en una bolsita detrás del servilletero: intocable. Acaso sus palabras eran así. Compartir alguna conversación se le hace tan importante como resguardar algo que se comerá más tarde. Ahora come bolillo y casi toma el café casi a temperatura ambiente. Ni frío, ni caliente. Eso contradice toda la tradición familiar según la cual hay que tomar el café casi hirviendo, una lava que te recorre la garganta. Quizá de la forma en que era un baño pero cuando calentábamos el agua con el sol porque no había gas y para no gastar lo de la cocina. Pasada por la luz sentía que el baño era más importante además de que tomaba más tiempo: el baño no era simple era una gran cosa, visto así. A lo mejor por eso me gusta tomarlo o quizá estoy muy alienada en la pulcritud. Mi abuela nos ponía dos jicaritas y me cortaba el cabello. Dice siempre que chongo parado, piojo guardado.
Y ríe,
conmigo o de mí, eso no importa, supongo que exponerte al humor de los demás y no que no te de miedo ser lastimado es algo bonito.