De niño me decían que ser un hombre era ser como un lobo, un oso, un tigre o un león. Siempre animales feroces y agresivos -aunque sólo lo sean por estereotipo-. Siempre una visión de la masculinidad basada en metáforas de animales que me permitieran entender que ser hombre es un asunto de garras y fuerza, de un cuerpo rudo para intimidar a los otros, de una actitud hostil para dejar en claro que nadie debe meterse conmigo. A estos atributos se agrega un largo etcétera que siempre tiende hacia la descripción del hombre desde un discurso donde el poder y la conquista son las ideas dominantes. No recuerdo que alguien, por ejemplo, me haya dicho que ser hombre se asociara con ser un erizo o un ratón, un topo o un conejo. La comparación con estos animales resulta poco productiva para generar metáforas del poderío masculino, ya que se trata de animales pequeños y tímidos que, además, tienden a ser más presas que depredadores, lo cual los descarta como posibles analogías con la masculinidad en su entendido más normativo.
Sin embargo, creo que resulta oportuno que comencemos a reflexionar si la masculinidad debe seguirse construyendo desde ese espacio de garras y fuerza, y si la forma más preponderante de entenderla debe continuar por el camino de la actitud territorial y los cuerpos hostiles. Me parece que ser hombre podría ser otra cosa. En lo personal, he comenzado a pensar en la masculino desde su posibilidad de fluir, de ser agua en lugar de piedras, de ser animales que se pasean entre esa agua en lugar de sólo querer pararse sobre las rocas y decir que son los más fuertes. Mi masculinidad es como una nutria, un mamífero de agua, de río, una ternura que nada y prefiere su humedad antes que ser un silencio lleno de garras y con el cuerpo endurecido. Construir mi masculinidad desde esta perspectiva, me ha permitido entender que las cosas que me dijeron desde niño sólo contribuyeron a opacar mis sentimientos y a hacerme pensar que la sensibilidad era indigna para mi persona.
Ahora que me permito fluir, que dejé atrás las ideas llenas de rocas y animales estereotípicamente feroces, me doy cuenta de que ser hombre puede tomar otro flujo donde la claridad es un agua cotidiana que me permite ser empático con las personas y que, por ende, me separa de esa oscuridad rutinaria y endurecida donde todo era competición, conquista y el dominio del más fuerte. Fluir es una opción que podemos tomar. Ablandar, lejos de lo que muchos hombres creen y hasta temen, es una vía que nos otorga un nuevo tipo de fuerza: una más conectada con lo que sentimos y no sólo con los ideales de sobresalir o vencer. Sin duda, me atrevo a declarar esta reflexión para invitar a pensar: nuestra masculinidad puede ser como una nutria en el agua que, en lugar de endurecerse y hundirse, puede salir a flote, ir a la orilla del río y jugar con las piedras.