Pequeños infiernos de temporada por Luis Bernal

Siendo sincero no sé bién a qué vengo por acá, estoy perdido en una época del año que me resultó interminable, me envolví en una temporada de pesca, por así decirlo. Hace calor y a mí el calor me pone de mal humor, me jode por completo llenarme de sudor, estar pegajoso y desprenderme de ese olor que no es precisamente agradable. Bueno, el puto clima es eso, generador de enojos y en esta ciudad no se necesitan más motivos para estar molesto. Extrañamente hoy el clima me entibió la razón y volvió el sentido de hacerme de papel y tinta nuevamente, darle un uso otra vez a mi disfraz de artista, no vaya ser que a falta puestas, poco a poco se vaya haciendo añicos y los bichos que guardo en el closet terminen con él y cuando lo necesite ya no lo tenga. Esas cosas pasan.

 

No sé, probablemente estoy pensando en un verdadero motivo para posarme frente a la hoja en blanco. Las razones no son más que situaciones tristes por las que atravecé hace no mucho tiempo y que hoy, a causa del jodido calor, creo que debo contar a manera de realizar catarsis. El peso es mucho para los retazos de espiritu que pretenden seguir en pie aunque se debilitan a la menor provocación. Entonces y con claridad puedo anunciar que tengo motivos más amplios que el clima y su suciedad que convierten todo en enojo y quejas. Puedo, tambien, avisar que desde aquella noche, hay algo dentro de mí que no me deja disfrutar de la atmósfera veraniegoa que no todos aprecian y los días de harto sol cerrando heridas dando un poco de calor al alma.

 

El camino era conocido, basura por cada rincón, el carrito de garnachas y por ahí unos teporochos apostando sus últimos centavos con un cubilete viejo de una marca cervecera. Más allá, el pequeño solar con un montón de niños discutiendo por una mano que provocaría un penal clarísimo pero que sólo algunos vieron. Nosotros nos detuvimos en una gasolinera y mientras el tanque recobraba aliento hablamos de cualquier cosa. Empecé contando un poco de mis cosas, del por qué había decidido abandonar o dejarme abandonar por mucha gente, del trabajo, de la familia, del amor perdido hace unos años. Quizá no anticipó nada hasta que, entre mis muecas pudo notar la tristeza que culminó con una media sonrisa de fastidio. Bueno, más que de tristeza era desolada, descubrió en mi mirada el dolor de la enfermedad, la impotencia que contenía el chorro de lagrimas me abrió el hocico y comencé mi historia, la que no todo el mundo conocía, esas historias que uno se guarda.

Y bien, debo hacer incapié en esto, mi charla, mi relato, no fue uno de esos que uno cuenta como cualquier anécdota, una de esas de sobremesa, no. Fue mejor dicho, una versión insolente y cruda, inimaginable para alguien como ella que creía conocerme más que el común hasta ahora. Empecé hablando de mis viejas amistades, esas que uno oculta, del pasado y la muerte vista como uno de mis perseguidores fieles, del peligro y la aventura que según yo, debí haber dejado atrás.

 

Está claro que en mi pobre crónica de aquella tarde no podré reproducir la naturaleza total de mis palabras pero era necesario dar constancia de aquella plática para seguir contando hasta ese momento de su dolor, el de ella.

Entonces, así seguimos esa tarde, entre temas de conversación casi sacados a la fuerza intentando contrarrestar el impacto de algunas confesiones, que fueron más que baldez de agua fría, pedradas en la nuca de inconsciencia. Tomamos el periférico que ese día pretendía embellecerse un poco bajo el sol quemante de las cuatro o cinco de la tatrde, los puentes vehiculares lanzaban sombras que aliviaban a los vendedores ambulantes que en cada semáforo intentaban conseguir algo de alimento para llevar a casa. La parte alta de la ciudad tiene lugares realmente hermosos, barrios que sonríen nos decían adiós acentuando el contraste de lo que se estaba viviendo dentro del coche entre nosotros.

 

Llevábamos las ventanas cerradas para no dejar escapar el aire acondicionado, pero así la densidad se volvía insoportable, el dolor, la tristeza, el muro entre ambos se volvía más notorio, podía sentirla lejana tras la charla de un momento atrás. Yo, no por estar impaciente ni mucho menos por otro motivo, si no por costumbre, iba pisando cada vez con más fuerza el acelerador y los coches que iban quedando atrás se veían lejanos ya. Estabamos dentro de una película lenta. Bajamos luego por calles que, aunque ya había visto cientos de veces, eran desconocidas para ella, yo marcaba desde mi celular uno de esos número secretos, bueno, secretos para quienes gustan de mantener la cabeza en su lugar.

 

—  En 16 minutos estoy ahí. —  fue todo lo que dije.

 

Después de algunas vueltas por los barrios, cruzamos por un puesto de pollo asado, vimos a un matrimonio tomando caguamas afuera de su casa y un perro callejero buscando entre basura algo de comida hasta que llegamos a la esquina marcada con un “13” en letras góticas, al lado una pintura de la virgen de Guadalupe coronando el cliché con un ramo de flores artificiales quemadas por el sol.

Puse el coche en neutral y coloqué el freno de mano mientras inmersos en un silencio incomodo esperamos. A veces hacía cualquier comentario estupido para intentar amortiguar el fastidio del momento pero nada se atrevía a alejarnos de nuestra propia mente atormentada y como sucede en esos casos, la espera se volvió más amplia de lo pensado.

 

Ella se dio tiempo entonces de contemplar cada detalle de esa esquina reflexionando sobre la verdad que acababa de conocer hace poco más de una hora, le daba vueltas al asunto y no comprendía. Yo la miraba de vez en cuando esperando un poco de empatía pero me detuvo de improviso el motor de un auto viejo que se estacionaba justo detrás de nosotros. La escena fue mínima, un hombre se acercó de mi lado, tenía las manos grasosas y olía a pollo frito, tomó el billete, dejó una pequeña bolsa sobre el tablero y se fue sin decir nada.

 

Y ahí, entonces ella lo vio, envuelto en plástico estaba ese pedazo de infierno. Entendió ahora lo que generaba mi desolación y pudo al fin darse una idea de cuan profunda era. Tal vez en otro contexto su decepción hubiese sido mayor y no se habría podido reponer nunca, pensar que el que hasta hoy se había convertido en su amor más profundo y verdadero la había traicionado de esa manera. Pero hubiese sido injusto tomar una postura, penso, sin tomar en cuenta mis motivos, mis razones o peor aún, sin escuchar mi promesa. Hasta ese momento pensaba que yo era un hombre de palabra.

 

—  Nunca más.

 

No debió desconfiar, pero el polvo blanco, el infierno envuelto en capsulas de plástico seguia apretado bajo mis dedos mientras tomabamos el periférico pisando a fondo el acelerador.

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