El pretexto para liberar demonios o el privilegio de ser corista por Joan Carel

Cada año el Festival Internacional Cervantino (FIC) incluye en su programación a algún artista musical de “gusto popular”. El año pasado Mon Laferte y Belanova fueron los invitados; esta vez, traídos por el Estado de México, tocó el turno a Moenia.

Alfonso Pichardo, vocalista del grupo, manifestó el cuestionamiento de muchos medios que incluso ellos mismos se han hecho: ¿qué tiene que ver Moenia con el Cervantino?  Sin importar eso, la gratitud porque el FIC abra un lugar a estas propuestas no sólo fue expresada por el grupo, sino también por la numerosísima audiencia, cuya fiebre se desató en cuanto sonaron las tres campanadas de inicio.

¿Qué tiene que ver Moenia con el FIC? Quizá la pregunta debería ser: ¿a quién no le gusta, gustó o podría gustar, ya sea por voluntad o por el persuasivo discurso del cantante? A diferencia de los eventos que un conocedor de alta cultura calificaría como imperdibles, casi desde el anuncio de su participación los boletos se agotaron; en la parte de sillería, para aumentar la capacidad, no había sillas y con la cantidad de personas en la fila para la entrada gratuita se habrían llenado dos o hasta tres explanadas de la Alhóndiga. Los fans de la década de los 90 estaban ahí, pero también los de esta época,  niños y hasta sexagenarios, quienes cantaban –o intentaban– a todo pulmón los éxitos de hace más de veinte años.

De acuerdo a tal concurrencia, la participación de un grupo de música electrónica en el FIC resulta más que justificada: ¿la ciudad se llenaría de la misma manera y el festival continuaría en boca, o bien, en las transmisiones por redes sociales de todos? Si se hacen a un lado estas estratagemas de popularidad y se habla culturalmente, tener un pretexto para sacar demonios también es importante, incluso vital.

Aunque las letras en ocasiones no tengan sentido ni variedad, los beats ensordecedores de la música retumban en el pecho e, inevitablemente, su energía sale meneando la cabeza o los pies, sino es que el cuerpo entero de quien los recibe. Los fanáticos brincan eufóricos imitando al cantante y sobre sus hombros bailan también sus hijos, admiradores por herencia. Los asistentes traídos al concierto por azar observan y se dejan envolver por  la emoción colectiva (como un ancianito bonachón  tomando un video panorámico de la audiencia enloquecida, luego de ver hacer lo mismo a una histérica seguidora), hasta que se descubren cantando de memoria alguna canción y se iluminan recuerdos dorados de una época empolvada.

Algunos salen, pero el recinto sigue al tope a pesar de que en las nuevas canciones, siguiendo la tendencia de moda, se comience a reemplazar la melancolía amorosa tan característica del grupo por el instinto sexual. El “Manto estelar” hecho con luces de teléfonos terminó por conquistar a quienes se mantenían renuentes y en la selfie masiva final, aunque pactada, todos aparecen más que entusiastas: ¡liberados! Así celebra la vida Moenia después de los sismos que afectaron su estado hace un mes; bailando enérgicamente da gracias por estar juntos, vivos y bien.

¿Cómo estuvo el concierto de Moenia? Bien, divertido, emocionante, como todo evento que sirve de pretexto para sacar demonios, llámense estrés, preocupaciones, cohibiciones… Espacio de juego, de experimentación, espacio para ser uno mismo o procurar ser alguien más, como la sensual corista enfundada en un minivestido de cuero negro, quien canta con más convicción que el vocalista unos cuantos versos de vez en vez,  baila como en una sesión fotográfica de maniquíes cambiando de pose con cada compás y agita el pelo usando la ráfaga del viento cual reflector individual. Tiene buena voz y la luce con falsetes en el solo que le conceden, pero parece disfrutar mucho más estar sobre su pequeño podio en la esquina junto a una lámpara, donde sin ser vista, aunque haya miles de ojos en frente, sus extraños deseos e impulsos puede proyectar.

Moenia
Alhóndiga de Granaditas
15 de octubre

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