Relato #1 Por Jaz Yépez

 

Hoy como cada año, justo el 21 de marzo, rememoramos nuestro aniversario. Un matrimonio que había sido feliz casi siempre, sobre todo en los primeros años, los más fáciles. Con mi esposa llevábamos 22 años de casados.

Por eso, hoy tenía que preparar todo de manera perfecta para la ocasión. Las acciones que habíamos hecho en la vida, cada paso que habíamos ido dando, nos obligó a ambos a vivir distanciados, yo tenía un trabajo en la ciudad que demandaba todo mi tiempo, Cristina por lo tanto tenía que vivir en la casa que mis padres me habían dejado en el campo, cerca de un pequeño cementerio clausurado.

Al salir del trabajo dirigí mis pasos hacia una de las tiendas más grandes allí establecidas, justo donde había visto un vestido verde esmeralda que quedaría perfecto sobre la delgada figura de mi esposa. Compré además un par de tacones, que a pesar de que ambos los odiábamos, iban a juego con el vestido. En el mercado, me encargué de recoger las cosas para su comida favorita, un vino barato y unas flores amarillas.

Tras llegar a nuestra casa y abrir la puerta de metal, esta chirrió, produciendo un extraño sonido, falta de aceite, pensé no dándole más importancia. Una vez dentro, en el umbral de la entrada, llamé su nombre mas no hubo respuesta, estaría dormida, aún a esta hora, miré por las escaleras que se disponían al lado de la entrada y que llevaban al segundo piso: nuestra recámara, la… habitación de los niños.

Ella…

Ella siempre había querido tener hijos. Decía que ver sus sonrisas de oreja a oreja, que escuchar sus risas como ecos por toda la casa, nos harían un poco más felices.

Eso causó las primeras peleas. Yo no quería hijos, me aterraba la simple idea de escuchar risas, llantos, soportar sus rabietas, pero ella estaba obsesionada, decía que no quería sentirse sola, que su reloj biológico se lo exigía casi a gritos. Cristina amenazó incluso con abandonarme si yo no era capaz de asimilar la idea de agrandar la familia. Comenzamos a ir a terapias de pareja, yo de mala gana, ella contenta, aferrada a su idea de ser madre de una hermosa niña.

Cada sesión era peor, los gritos y sus llantos colmaban mi paciencia, un día nuestro “experto” en problemas de pareja dijo que quizás era mejor cortar el problema de raíz. Yo tenía un problema con la idea de tener hijos, problema que quizás nunca lograría superar; Cristina se estaba haciendo mayor.

Así que lo hice, corté el problema de raíz.

Hablé con Cristina, encerrados en nuestra recámara, le dije que no quería tener hijos, que quizás nunca querría. Después las peleas cesaron, Cristina lo entendió y ella se quedó conmigo.

Pero quizás todo ese tiempo yo estuve equivocado.

Pongo la comida ya preparada en una bandeja y subo las escaleras, alcanzo a percibir el olor a putrefacción, cuando entro en la habitación completamente cerrada, el olor se vuelve peor, casi me hace vomitar. Tomo mi copa y la lleno con vino, me lo acabo de un solo trago y observo a mi alrededor. Todo está como la última vez que estuve aquí, hace un año, la comida está podrida y es lo que me provoca arcadas, moscas vuelan alrededor y el aire es pesado y turbio.

Me acerco a la cama y muevo ligeramente la pierna de Cristina, sus cuencas vacías me observan atento, pero ella no se mueve, está tan quieta. Tan quieta desde la última pelea que tuvimos.

Comienzo a vestirla, primero quitando el vestido del encuentro pasado, ya viejo y desgarrado. Luego le coloco el vestido verde y con un paño limpio su piel, sus huesos, allí donde tiene tierra y polvo o donde los gusanos se las han apañado para vivir.

Mientras comemos le cuento cómo estuvo mi día, cómo han estado mis últimos días estos doce meses desde que viniera a visitarla, desde que la sacara de su ataúd y la mantuviera aquí en su casa, cerca de mí. Para siempre. ¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.

Yo siempre estoy esperando a que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?

¿Por qué lloras Cristina, por qué me haces llorar?, ¿por qué has dejado que todo esto llegue hasta aquí? ¿Es cierto…? Si tengo hijos ella va a sonreír, ella va a volver y yo, de alguna manera no me sentiré tan solo, ¿es así?

Por eso hacemos el amor como cada año, esperando ansiosamente que pueda quedar embarazada, porque Dios ¡qué solos se quedan los muertos!

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