Rimbaud en las manos por Luis Bernal

¡Musa, te era tan fiel!

Arthur Rimbaud

 

Era una de tantas mañanas caminando cerca de los billares de la calle Victoria, acostumbraba en ese tiempo no ir a clases para terminar sentado ahí, intercambiando cassettes de ska que compraba en algún mercado sobre ruedas. Ese día andaba nervioso, el acoso de la policía y de la que considerábamos una pandilla rival comenzó a consumirme, preparatorianos estúpidos jugando a gangsters del Bronx. Esos éramos nosotros.

 

Llevado por la paranoía me adentré en los pasillos de la Alameda buscando un lugar tranquilo para pasar el rato, doblé justo antes de la explanada que se ubica frente a la biblioteca y nos encontramos de frente, llevaba puesta una sonrisa envidiable, la de una chica feliz, su cabello era una tormenta negra con la que luchaba a causa del aire; en sus manos un par de libros. Quise sonreírle pero bajé la vista cuando estaba cerca, nunca he sido un buen caza tormentas. La seguí, observé como cruzaba las columnas del recinto que sin saberlo y a partir de ese día, se convertiría en mi rincón predilecto. Buscando un pretexto ideal para hablar con ella me recargué en uno de los muros tomando así toda la paz que en aquel momento desconocía, estaba tan acostumbrado al caos que dentro de ese lugar el sentir me recordó la infancia cuando en fechas especiales mis padres me llevaban a McDonalds y por hoy, al menos, ella era mi cajita feliz.

Cuando se retiró no pude darme cuenta pues estaba impresionado con los colores del lugar y ese aroma que desprenden las letras, sólo alcancé a ver su figura alejarse a través de los ventanales, estaba impactado así que esperé unos minutos y salí de ahí pensando que al otro día nos encontraríamos nuevamente.

 

Llevaba ya una semana cumpliendo la rutina de aguardar paciente como un cazador de esos de los documentales, agazapado entre la hierba. Lleno de curiosidad tomaba los libros que otros habían dejado sobre las mesas; conocí a Cortázar una tarde de Septiembre, me enamoré de Ángeles Mastretta por culpa de una estudiante que la arrumbó entre llanto para despedirse de ese que hoy era nuestro espacio, me inicié en la masonería sin saberlo y aprendí a medias algo de historia, pero ella no aparecía.

Mi padre me contó luego que la biblioteca había sido remodelada en 1947 y que al año siguiente la abrieron, a mi no me importaba su anécdota, para mí tenía poco valor que tuviera tantos años o cuántos como yo habían llegado ahí tras una mujer a la que jamás volvieron a ver. Llegaba a casa apestando a libros viejos y a fresno, comencé a contarme historias imaginarias del viejo Saltillo y a cuestionarme si acaso los grandes autores en algún momento hubiesen vivido así, encadenados a una biblioteca, cada que salía y caminaba por los pasillos mi cabeza atravesaba el mundo narrando la historia de Don Jaime, quien como ritual daba seis vueltas a la pequeña explanada frente a la Manuel Muzquiz Blanco y en seguida continuaba su camino rumbo a la calle Aldama donde lo esperaba una mujer que me recordaba a mi abuela. No sé qué sería de ellos.

 

Esos años me sentía como Pablo, el adolescente enfermo en “La señora Cora” de Cortázar pero a mi me habían jodido pues no tenía enfermera, la muy ruin había cometido la salvajada del abandono, qué triste era mi mundo; lleno de libros e historias interminables pero sin aquella mujer. Por eso los escritores son unos alcohólicos, pensé, iba a terminar mis días hablando de quien ya había bautizado como la Señorita Hemingway pues nada más así podría llamarse, sólo así estaba dispuesto a nombrarla pues me tenía sumergido en sus textos, ¡maldita seas! ¡maldita siempre!, decía cada que cerraba un libro y comenzaba ese sentimiento de vacío que solamente los ventanales y el color fascinante de aquella biblioteca llenaban.

 

Al final todas resultan ser obras inconclusas, pensaba, entré aquí buscando a la Señorita Hemingway y me atrapó un gran mounstruo de historias. Sería ese su plan, habrían ella y otros promotores de la lectura planeado salir al acecho de jóvenes extraviados como yo, acaso todo era parte de un cuento de Bradbury donde el personaje principal era yo rodeado de libros que contenían una bacteria que atrofiaba mi cerebro y lo hacía construir pasajes y personajes. Era entonces mi Señorita Hemingway un bello anzuelo que alguien lanzó a pasear por los alrededores de la biblioteca y el pez que lo mordió tuve que ser yo.

 

Con el tiempo y las armas que te da la soledad dejé de pensar un poco en su llegada y cuestionarme su extraña partida, nos habíamos quedado a la distancia eternamente.

Ahora era yo el tipo que caminaba con un par de libros bajo el brazo y que claro, se había robado unos cuantos más que aún conservo. Hoy, después de algunos años estoy frente a tu biblioteca Señorita Hemingway, es otoño y los patos cada vez son más silenciosos, repaso el libro que traías esa mañana en tu mano, es Rimbaud quien disparó primero y nunca fui capaz de regresarlo, tenía el olor de tus manos y en serio, cada tarde que pasé aquí tomaba obras y las olía con ansiedad buscándote en ellas pero le pertenecías a Rimbaud a pesar de todo. Cómo iba yo a decirte que había robado ese libro para poder ser un poco de ti. Para pertenecerte y que tú fieras mía.

Volvimos y hoy ya no eres aquella chica de uniforme que hacía su servicio social acomodando los libros, vas de paso y yo me quedé aquí con Rimbaud en las manos aún sin poder hablar. Nunca dejé de verte, lo sabemos, pero siempre fue más fácil comenzar a leer algo nuevo que tener que arriesgarme a decir “Hola, yo lo robé”.

 

 

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