Sonrisa estelar (4/5) Oscar Alberto Murillo Rubio

Llegaron a la entrada del bosque y Lúi vio a los amigos de su padre. Siempre se divertía al verlos porque se imaginaba que siempre tenían frío: cubrían su cuerpo con una toalla larga y negra que arrastraban por el suelo. También creía que eran feos porque tenían el rostro cubierto con una capucha y así no harían llorar a su mamá.

 

Uno de aquellos encapuchados, que era el único que llevaba una toalla amarilla y una capucha blanca, los vio llegar y se dirigió hacia ellos. Lúi sonreía divertido al verlo trastabillar: cada paso que daba era obstruido por la toalla y en varias ocasiones estuvo a punto de caer. Después de haber sobrevivido a ese calvario, se colocó en frente del padre de Lúi, respiró hondo, lo saludó con una reverencia y dirigió la mirada al objeto lunar.

 

– ¡Consiguió la Freyatérea! – la voz del encapuchado temblaba de emoción. – Todos estos años nuestra respuesta a todas nuestras investigaciones sobre la ofrenda a la luna estaba justo en frente nuestro y…

– Es una lágrima de Luna. – interrumpió Lúi con una sonrisa. – le hablé de mi mamá y me la dio.

 

El encapuchado quedó inmóvil por un momento, miró al padre de Lúi y soltó una carcajada cuya sonoridad se asemejaba al rechinar de un metal oxidado contra otro. En un instante se detuvo y pasó una mano en la cabeza de Lúi para acariciarla.

 

– Sí, la lágrima de Luna. Te la dio porque eso fue lo que tu padre y nosotros te aconsejamos. Lo lograste, felicidades. Ahora, dámela. Se la entregaremos al guardián del bosque.

– Pero yo se la traje a él, yo se la daré – Lúi abrazó la lágrima con intenciones de no dejarla ir.

– Verás, Lúi. – El encapuchado se genuflexionó para estar a la misma altura del pequeño. – El guardián pidió que sólo uno podía darla y me eligió a mí.

– ¿Por qué a mí no? – en los ojos del conejo empezaban a mostrar señales de llanto.

– Porque no te conoce y el guardián es muy desconfiado, si la entregas tú es muy probable que no te deje pasar a pedir tu deseo.

– Yo quiero dársela…

 

El pequeño conejo abrazó con más fuerza la Freyatérea mientras que unas lágrimas iniciaron la llegada de una lluvia ligera. El encapuchado dirigió la mirada al padre de Lúi, provocándole un temblor en su espalda y éste asintió con la cabeza.

 

– Hijo, éste amigo nuestro quiere ayudarnos. Entrégala.

– Pero… – su padre lo miró haciendo un gesto que él reconocía cuando tenía un mal comportamiento, pero nunca le había alzado la voz de esa forma.

 

Lúi detuvo el llanto, entregó la Freyatérea entre sollozos, bajó la mirada, cruzó las patas y las tensó. Tenía muchas ganas de ver al guardián del que tanto hablaban para al fin conocerlo y tal vez ser su amigo.

 

– Es injusto… yo fui por ella, yo debo entregarla… – Su padre alcanzó a escuchar sus palabras a pesar de que las había dicho entre sollozos y en voz baja. Iba a decirle unas palabras de consolación cuando se limpió las lágrimas. – Estúpido guardián… ya no quiero ser tu amigo.

 

El encapuchado blanco entró al bosque, se escucharon varios murmullos y de pronto se oyó un rugido que asustó a Lúi. Vio cómo se movieron algunos árboles, sus copas dejaron caer sus hojas y sus frutos empezaron a secarse hasta volverse polvo.

 

– ¿Fue ese el guardián? – Lúi sujetó con fuerza la mano de su padre y lo miró esperando una respuesta. Antes de que éste pudiera darla, el encapuchado blanco salió del bosque con un libro en las manos. Se acercó a ambos con la dificultad de antes, se detuvo en frente de Lúi, hizo una reverencia y con parsimonia se arrodilló.

– El guardián te agradece, Lúi. Gracias a ti ahora tiene su fuente de luz y a partir de esta noche, dormirá tranquilo. Ahora puedes pasar al bosque donde la cima de la colina te espera para pedir tu deseo a la estrella. – El encapuchado le acerca el libro que cargaba y bajó la cabeza. – Lleva contigo este libro, en las únicas páginas rojas están las palabras que sólo la estrella puede escuchar. Cuando termines de leerlas, pide tu deseo y ella te lo concederá.

 

Lúi miró el libro con curiosidad: escurría un líquido espeso que olía a acero oxidado, estaba forrado de hojas frescas y en la portada estaba el dibujo de una estrella.

 

– ¿Puedo ir solo? – Su padre frunció el ceño en desaprobación mientras que una sonrisa se dibujó en la sombra de la capucha.

– Por supuesto, el guardián ya está dormido, así podrás llegar a la colina. – El encapuchado se incorporó, dirigió una mirada al padre de Lúi y luego al bosque. – El deseo es tuyo, sólo tú puedes ir.

Lúi quedó pensativo unos momentos para al final sonreír al encapuchado y éste hizo lo mismo: el pequeño alcanzó a ver los dientes grandes y chuecos además de percatarse de varias cicatrices en los labios. A pesar de la sensación de repugnancia hacia el material viscoso en el libro, él lo sujetó con fuerza. Miró a su padre y al encapuchado para sonreírles y partió.

Dentro del bosque vio varias manzanas podridas en el suelo, alzó la vista y aquellas aún en las copas de los árboles estaban también en el mismo estado de descomposición. Pensó en que la luna tendría que esperar para recibir el regalo prometido y procedió a subir la colina. A mitad del trayecto empezó a mostrar signos de fatiga, pero el deseo de ver a su madre le dio fuerzas para continuar. Al llegar vio a la Estrella de la Colina mucho más grande de lo que había imaginado, sonrió al pensar que la estrella más hermosa era la que tenía capacidad de cumplir su deseo. Abrió el libro en las páginas rojas y empezó a leer:

Tú que navegaste en la Nada antes del Todo:

escucha la súplica de quien te llama.

Has viajado demasiado y te has privado de ti.

 

Abre las alas de tu prisión y

vuela sobre aquellos que te esperamos.

¡Confunde aquellos que te dieron la espalda

y no los encuentres en tu eterna mirada!

 

No abandones a tus servidores y muéstranos el camino a tu faz.

 

Yo, tu siervo,

estoy aquí para tu regreso.

Mira mi alma y tócala,

ahora es de tu posesión.

 

Escucha la Petición en mi corazón.

La sombra del mundo ahora es tuya,

te ofrezco todo cuanto esté en tu vista.

 

Jamás regreses donde las alas te quisieron arrancar.

Este ahora es tu lugar.

 

Lúi alzó la mirada y estaba rodeado de blancura: el más puro de lo que él era capaz de reconocer. En lo que parecía era un horizonte vio a un par de siluetas abrazadas y sin percatarse del movimiento de sus patas, se dirigió a ellas. Mientras se acercaba, ambas sombras se hicieron una, su corazón comenzó a acelerarse y sus lágrimas salieron de sus ojos como manantial recién descubierto.

 

– ¿Mamá?

 

La silueta estaba hecha de ceniza y ascuas, mientras que el rostro tenía la imagen del retrato de su madre que él recordaba todas las noches antes de dormir. La faz le sonrió a Lúi, se arrodilló y abrió unas extremidades para abrazarlo. Él lloró aún más con una amplia sonrisa, tiró el libro y envolvió a su madre con sus pequeñas patas. Escuchó los latidos de dos corazones en su pecho y empezó a llamarla una y otra vez por todas aquellas ocasiones que no pudo hacerlo.

 

Su deseo se había cumplido.

 

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