Hace algunos años que veo a mi abuela materna en cada esquina, en especial cuando todo lo que puedo hacer por mi salud emocional es poner agua para té. En casa de Cuquita hubo siempre una olla con canela o manzanilla sobre la estufa, esperando a curar un dolor de cabeza o estómago y, en secreto, hasta un corazón roto. Había tantas tazas, de tantos colores y materiales, que pasaron muchos años antes de que me fijara en cuatro que jamás se usaban. Mi abuela las guardaba en una vitrina color menta, al lado de un cenicero que nadie se atrevía a tocar. Recuerdo, alguna vez, haber intentado servir té en una de esas hermosas tacitas blancas de orilla verde y gris, también recuerdo el regaño que recibí. Se volvieron el símbolo de los defectos de caracter contra los que me rebelaba, soñaba con romperlas; si me encontraba sola en la cocina, sacaba una y la sostenía por el asa con la punta del dedo.
Crecí y en cada visita me asomaba por el cristal, estaba acostumbrada a la ligera capa de polvo que las cubría, ligera porque en esa casa el polvo jamás era de meses. En la adolescencia me llené de poesía y comencé a buscar un pretexto romántico para su reclusión; sentía que era una forma de protesta, mi abuela privando al mundo de la capacidad de destruir por accidente algo tan hermoso.
Me mudé de ciudad, a muchos kilómetros de esa cocina, dejé de pensar en lo que ahí se atesoraba. Un día cualquiera mi mamá llegó con un paquete que su madre le había dado para mí, eran las cuatro tazas blancas con sus platitos a juego envueltos en papel periodico. Pensé en todos los males que podrían curar ahora que les habían dado libertad, incluso simulé tomar té de la primera que desenvolví. Las guardé junto a las demás… duraron menos de una semana ahí. Terminé por subirlas a donde nadie pudiera tocarlas. Me uní a la protesta.