A Rosy, que cree en mí.
No lo puedo creer.
En la ciudad había caído una tromba. Los contenedores de basura eran barcos de papel navegando por ríos violentos que alguna vez fueron las avenidas principales de Aguascalientes. Yo estaba en la misma ciudad esa tarde, bajo ese mismo cielo apocalíptico, y no me di cuenta hasta el día siguiente, cuando me enseñaron los videos.
Es un día soleado. Llegamos al hospital a mediodía y esperamos. Rosy está acostumbrándose a visitar los hospitales y laboratorios. Hemos pasado innumerables pruebas de compatibilidad y estudios. Es el día de nuestra operación. Meses antes, cuando se enteró de que mi hermana no fue compatible y que seguíamos buscando un donador, Rosy se ofreció a donarme un riñón.
La veo acostada en una camilla, previa a pasar a quirófano, y descubro en su mirada un vestigio de miedo que se desdibuja. No estamos lo suficientemente cerca para hablar sin levantar la voz, pero mirarnos nos tranquiliza. Lo único que atinamos a decir cuando se la llevan a quirófano es lo mucho que nos queremos.
Pienso que ese día ella bien podría estar en su casa comiendo mientras ve algo en la tele en compañía de sus hijas, dejándose vencer por el calor de la tarde y el sueño. Y sin embargo está acostada en el quirófano, acostada en ayunas, sin sueño y sin sus hijas.
Una hora después me llevan a un quirófano distinto. Me acompaña la anestesióloga y dos enfermeras más, de muy buen humor. Me preguntan quién será mi donador. La mamá de mi novia, contesto. Abren tremendos ojos de sorpresa y me dicen: vaya que te quiere tu suegra. Muestro una sonrisa a modo de contestación, pero por dentro estoy asombrado de su asombro. Si ellas, que viven entre enfermos y operaciones, quedan boquiabiertas al enterarse de que la suegra donará un riñón, no es de extrañar que después de dos años, la bondad de Rosy siga siendo un misterio para mí.
Pensaba que yo ya había tenido mi oportunidad, y que las oportunidades son únicas, irrepetibles. Mi mamá ya me había donado un riñón que había disfrutado al máximo los últimos nueve años: pude terminar mi carrera, viajé a diferentes países, me enamoré de más mujeres de las que recuerdo, leí y escribí, reí e hice reír, conocí a Raquel. Y llega Rosy a querer extenderme la vida de nuevo. ¡Quién se cree!
No entiendo por qué alguien tomaría tal riesgo por mí. No es que me considere indigno de recibir amor. Soy capaz de albergar besos, abrazos, cartas, palabras de cariño. Pero otro riñón… Ninguna de estas dos mujeres tenía la obligación de salvarme, ni de volverme a salvar.
No son pocas las veces en que me he sentido como una carga para los demás, sobre todo cuando hay alguna complicación y tengo que estar en el hospital, con mis papás, mis hermanas y amigos cuidándome. Ni son pocas las veces en las que he pensado si no sería más fácil para todos que me muriera, ya que no puedo dejar de estar enfermo. ¿No habría así menos problemas y preocupaciones?
Mi vida es igual que la de muchos que han muerto esperando el día de su operación. Alessandra, de dos años. Isaí, de 26. Y muchos otros enfermos que luchan este día. Hay cosas que no voy a entender, pero después de experimentar esta clase de amor, no puedo sino aceptar la ayuda con humildad y gratitud. Si mi familia y mis amigos creen en mí, lo menos que puedo hacer es estar, permanecer. Ser el testimonio de que la donación salva vidas. Escribirlo hasta el cansancio.
Despierto y todo está oscuro. Siento una nueva herida en la parte izquierda baja de mi abdomen. Bajo la herida está el riñón de Rosy. Lo primero que hago es preguntar con desesperación si ella está bien, pero mi lengua no me obedece. Vuelvo a intentarlo y grito pero sólo escucho mi voz dentro de mi cabeza. Educo mi lengua en un curso intensivo para que aprenda a pronunciar las frases: ¿Cómo está Rosy? ¿Cómo está mi donadora? hasta que lo logro. Me contestan que ella está bien, y que ya se encuentra en su habitación. Vuelvo a quedarme dormido.
Al día siguiente despierto en la habitación del hospital rodeado de mi familia. Después de asegurarles que me encuentro bien, ellos me ponen al tanto de la tromba, y me cuentan que incluso hubo goteras y charcos dentro del hospital. Me enseñan los videos en el celular y yo no lo podía creer: la operación había sido un éxito. Rosy y yo estábamos vivos.
Ahora que vuelvo a recordar todo aquello, comienzo a llorar como si acabara de enterarme de que ella está viva, como si apenas entendiera lo afortunado que soy de estar este sábado escribiendo esto, de estar casado con Raquel. Raquel, la mujer que tiene la culpa de todo lo bueno que me ha pasado, de que quiera vivir más años, todos los años.
Algunos pensaron que después de que mi suegra me donara un riñón, lo menos que podía hacer yo era casarme con su hija, como si aquel gesto de Rosy no hubiera sido desinteresado y estuviera obligado a saldar una deuda. Si somos honestos, para mí fue un ganar-ganar: Rosy me dio su riñón y el permiso de casarme con Raquel.
Ayer festejamos el segundo aniversario del trasplante en nuestra casa. Esto es lo que veo: Rosy está comiendo, acompañada de sus hijas, mientras ven algo en la tele. Yo me siento feliz.
Twitter: @kenia1988