Descubrí que su mayor miedo nada tenía que ver con la muerte y la soledad, sólo le asustaba ver directamente el sol. Soñaba constantemente que sus ojos se derretían al intentarlo. Despertaba sudando y balbuceaba apresuradamente algo sobre no poder ver, sobre sentir sus pupilas caer por las mejillas. Me tomaba una hora calmarlo, le pedía que tratara de enfocar sus dedos, sus pies, mi cara. La pesadilla se repetía tres veces a la semana.
Jamás fuimos a la playa, tampoco vimos eclipses. Soportaba muy bien jugar con sus dedos bajo los delgados rayos de luz que la pequeña ventana de nuestra habitación dejaba entrar, pero siempre con los brazos muy extendidos, muy lejos de sus ojos. Nunca hablaba de eso, aunque tampoco hablaba de sus ausencias; era yo quien llevaba la cuenta de las manías y los silencios, de lo que no decía.
Dejé de pensar en eso cuando cumplimos cinco años; para el día de nuestra boda yo ya no notaba cómo, antes de salir, verificaba religiosamente que sus gafas de sol estuvieran en el maletín. Seguía despertando a mitad de la noche, sólo que ya no lo acompañaba. Poco a poco dejé de escucharlo durante el día; sabía que estaba por ahí, en la habitación o en la cocina, pero el sonido de sus pisadas ya no me hacía eco en el estómago. Se me olvidó a qué olía y si le gustaban las ballenas o las jirafas.
Una tarde tropecé con él, justo a mitad de la sala con la mirada fija en el horizonte; sostenía una taza de té y tenía el rostro pálido, el sol comenzaba a ocultarse. Las paredes pasaron de ser blancas a naranjas, pero él no se movió; tampoco notó que su piel se volvía transparente, ni que yo estaba ahí pidiéndole que cerrara los ojos. Respiró hondo y desapareció por completo junto con la luz.