Traslúcida por Pablo Díaz C.

Eran las tres de la mañana. Llevaba un tiempo cargando una tristeza adolescente (como son la mayoría de las tristezas) que no podría señalar bien cuándo inició, pero que hasta el momento iba con el nombre de Laura diciéndome que no me quería volver a ver.

Ya le había saturado de mensajes e incluso fui a su casa un par de veces solo para enterarme que los guardias tenían la indicación de no dejarme pasar, por lo que esa madrugada decidí marcarle a Enrique, quien nunca está haciendo nada, y después de contarle el plan y de pocos esfuerzos por convencerlo, pasé por él a las canchas que están cerca de su casa, pues hace meses que sus papás le tienen prohibido verlo conmigo.

Íbamos caminando por atrás de su fraccionamiento –de Laura–, que es de ésos con nombres aspiracionales, como Jardines de Versalles o Bosques del Pedregal; y pensaba en el acomplejado que sintió la necesidad de ponerle un nombre así a un fraccionamiento que pudo llamarse Fraccionamiento 13 y quitarse de pedos. Pensaba en la gente que siempre anda nombrando a sus posesiones por más de lo que en realidad son, más de lo que valen, y en que Laura siempre se refirió a mí como Ernesto, hecho que siempre me gustó y nunca alcancé a decírselo, y también pensaba en que su casa siempre me ha parecido muy femenina; que aunque es casi idéntica a las demás, ésa es la mejor porque ella vive ahí. Tenía una puerta trasera, que pese a recomendaciones y al sentido común, siempre quedaba abierta y daba a un jardín compartido con otras casas del fraccionamiento jardines/bosques/rincones de algo. Cuestión de saltar una barda y Enrique y yo estábamos en el jardín. Entré con un ramo de flores y un poema de Neruda impreso en el bolsillo, que a mí siempre me ha parecido un perdedor pero a ella le gustaba mucho y a mi terminó por darme lo mismo. Nomás dejo esto afuera de su cuarto, le dije a Enrique, esperando a que en algún momento me detuviera diciendo que todo es mala idea, pero que por alguna razón continuaba siguiéndome.

                En otra situación habría avisado a los papás, a algún cuñado, pero tengo la intuición de que nunca les caí bien. Íbamos por la cocina y le digo a Enrique que tenga cuidado con el escalón, y él dice ¿qué? antes de tropezarse y tirarme las flores de la mano, y que por fortuna apenas hizo ruido. Ya en la sala, habiéndome acostumbrado a la oscuridad, mantuve la ruta en mi cabeza por las tantas veces que subí a su cuarto después de la escuela, antes de que sus papás llegaran de trabajar. Desde la sala escuché un ruido de un mueble que cruje. Mira, me dijo Enrique. Una sombra se paró de un sillón y la luz de la luna por la ventana hizo delimitar una figura que venía hacia nosotros en la oscuridad.  

La sombra pegó un grito senil. Luego grité yo y después gritó Enrique creo que sin motivo alguno.

Como un instinto de supervivencia empujé a la sombra que venía directo hacia mí, y que ya de cerca no parecía tan grande. Ésta se tropezó con el escalón y azotó con lo que imagino que fue su cabeza contra el filo de la escalera.

Que parezca un robo, fue lo primero que pensé mientras ya buscaba qué robar. ¿Qué hay de valioso en una cocina? Se escucharon pasos apresurados bajando la escalera. Tomé las flores del suelo como un reflejo para sacarlas de la casa y hacer más verosímil el robo. Enrique agarró un tostador y al comprobar que estaba todavía conectado, tiró con fuerza llevándose también el enchufe y algunos cablecitos que seguían lanzando chispas. Salimos y corrimos sin pensar, como pollos, con las piernas yendo hacia adelante como único guía. Se encendieron algunas luces y nos saltamos la barda para después tomar uno de los canales que llevan al acueducto y corrimos, corrimos con la confianza que nos daba el cemento y un poco de luz de luna.

Me detuve porque mi teléfono sonó.

Una voz con llanto y sonidos de mocos me dijo que se metieron a robar a su casa y golpearon a su abuelita. ¿Tú estás bien? Pregunté, con el inesperado control de respiración de un francotirador. Me dijo que sí. Y que ella –la vieja- solo estaba mareada por el golpe. Está muy asustada, le tiembla la voz, pensé; preguntó si podía ir. Voy para allá, dije con la frialdad de un negociador de rehenes. Al colgar ví que una luna inmensa parecía quererme, con sus cráteres y las montañas en su superficie que en mi felicidad veo como los ojos y sonrisa de mi madre. Un calor se me salió en forma de lágrima de alegría o de nostalgia o de no sé de qué. Emprendí el camino de regreso, no sin antes tirar el poema a donde pertenece, y caminé esperando que el frío secara mi camisa, mientras seguí el rastro de florecitas que se desprendieron en la huida. Mientras imaginaba a un loco que debía seguir corriendo con un tostador en las manos, por algún camino que lleve al acueducto, como un jugador profesional de fútbol americano.

 

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