Tocaron las campanas de la iglesia avisando el toque de queda justo a las 8 de la noche. El atardecer había sido hermoso con tonos naranjas y rojos, la caída de la luz en sepia desvanecía las voces de las malas noticias.
Veía la luna brillar a través de la ventana. “Cuán pequeños e insignificantes somos en realidad” me sentí inspirado, valía la pena arriesgar la vida por la libertad de ver lo eterno en las estrellas, experimentando su significado de la forma más cruda y honesta.
En el momento en que salí de mi casa, mi cabeza se elevó y mis ojos contemplaron aquellos astros de los que orgullosamente soy polvo. El infinito me alcanzó, el silencio era paz y el miedo descubrió su camuflaje en el cielo. De pronto, algo más brillante en la tierra llamó mi atención; ahí estaba ella, al otro lado de la banqueta, vislumbrando el universo más allá de lo que revela nuestro cielo, mientras nuestra frágil situación en la tierra nos recordaba la finitud de nuestro cuerpo rendido al azar.
Sus hermosos ojos celestiales reflejaban la luz de cada una de las estrellas, absorbiendo la magia de la noche. Sometido a la suerte como hasta entonces, levanté la mirada y busqué una estrella fugaz. Gracias a la misericordia de la suerte, la encontré… y a la estrella fugaz, también. Sólo un deseo: Que ese momento perpetuara.
Desde la creación de la vida, nada había tenido tanta sincronía como el movimiento de nuestras almas al punto exacto y perfecto del encuentro. Era increíble la fuerza de gravedad que nos movía uno cerca del otro.
Su sonrisa, era para mí, descubrir vida en el universo. Mi corazón, era el planeta más cercano al sol. Dos astronautas terrestres, sabíamos que podíamos salir volando en cualquier momento, pero nos aferrábamos a la gravedad de nuestras almas, de nuestros ojos y paso a paso era más fuerte.
A pocos centímetros de sus labios, el retumbar de mi pecho y el suyo era oíble en medio de la ansiedad, el resguardo y la incertidumbre. El calor de su respiración apaciguó el frío de la noche por la eternidad.
Estando a microsegundos de colisionar al suave roce de un beso esperado desde siempre, supuestas estrellas fugaces rodearon nuestros cuerpos y la luz de una falsa supernova nos transformó en polvo de guerra…
El encuentro de nuestras almas se extendió a lo infinito, a lo incorpóreo.