El Desértico y yo tenemos ya una historia de una década y un lustro. Y durante mucho tiempo fue una historia que sólo se contaba entre dos. Ahora, nuestra actual circunstancia y el cómo de las cosas que sucedieron necesitan una explicación que desvela obviedades sobre nuestra historia: por ejemplo, que el Desértico y yo hemos estado juntos muchas veces, de muchas maneras, queriéndonos desde los ángulos más heterodoxos. Así que, poco a poco, esas cosas incontables las voy soltando sin querer queriendo, como pequeñas migas que trazan nuestro recorrido.
Para entender por qué terminé en este Desierto comenzaré por la mitad. Hace muchos años ya, yo acababa de llegar al Mediterráneo (en mi tercera vuelta), tenía el mar por delante y miles de leguas por recorrer a punta de zapato por callejuelas de ciudad marina. Me había enamorado de la ciudad condal y me sentía feliz de verdad.
El Desértico vivía en París, así que me quedaba “de paso”. Fui a verlo porque recién le habían roto el corazón y ahí debía figurar yo como su gran amiga. Paseamos por París, nos subimos mil veces al metro, comimos queso hasta la intoxicación y bebimos vino para atarantar las indigestiones. Entonces pasó que, como siempre, la pregunta emergió como madero de naufragio (esa misma pregunta que se apareció en nuestra historia en diferentes escenarios a lo largo de los años, a veces explícita de sus labios, a veces implícita en mis caricias, pero siempre expectante de encajar con su respuesta fatalmente divina), “¿por qué no: tú y yo?”. Y en esa ocasión yo tenía una respuesta clara: porque quería todo y con él sólo me quedaba con la mitad. Pero el Desértico, necio como es, se quedó con el “quiero todo” y quiso ofrecérmelo: “ven a vivir conmigo”. Y yo, con su olor metiéndose con la química de mi cerebro, le dije que sí.
Luego volví a mi Mediterráneo, y en dos días me puse a extrañar la ciudad con melancolía patológica, sin siquiera haberme ido. Además, estaba ese otro asunto: Aquél, el Trasatlántico, que en ese momento se ganaba el mote por estar del otro “otro lado”. Pensé en sus poquitos años, en sus labios redondos y en la plena seguridad de que él era indefenso y nunca podría bandalizar mi corazón como recién lo habían hecho. No sabía bien qué hacer, aunque sí.
Escribí una carta que era un acertijo con dos posibles respuestas. Si el que la leyera entendía el mensaje de amor, me iría a vivir a Paris; si en cambio, descifraba el mensaje de desamor, me quedaría en el Mediterráneo. Y el Desértico descubrió -porque lo quiso- el desamor, porque su vida, por lo pronto, era eso (como bien yo sospechaba), y no llamó, ni respondió a mi carta. Los días pasaron y el Trasatlántico, Aquél, se apareció ante mi puerta con sus labios redondos y sus poquitos años en dos maletas, con la promesa en la piel de que, a su lado estaba segura, estría en paz.