Ambos somos quesos, ni siquiera vulgarmente quesos; ella es rica fundida desde hace años, cuando la pusieron en ebullición. Su deliciosa capa de leche vacuna viene de una caprichosa y veloz carretera, que comienza en la llanura.
Tampoco puede decirse que tenemos hojas tiernas o ese sabor que se obtiene en la elaboración en la que, a veces, los comestibles consiguen arrimarse a la pura delicia. ¡No! De ningún modo, tanto el sabor de ella como el mío, dan una sensación de presentimiento que solo refleja una loca o extensa fermentación con que enfrentamos nuestro propósito. Quizás ello nos haya unido. Bueno, tal vez “unido” no sea la palabra más apropiada. Me refiero al amor flexible que cada uno de nosotros siente por su propio gusto.
Nos encontramos a la entrada de Cité, haciendo fila para ser, en la parrilla, dos sabrosas meriendas. Allí fue donde por primera vez nos saboreamos con simpatía, pero con penosa ambigüedad, allí fue donde nos seleccionaron por nuestra encerada envoltura, la cual describía nuestras propiedades gastronómicas. Los demás, frutas y verduras orgánicas, manojos de nabos y granates racimos de uvas darían un especial sabor. Todos tomados por una mano o un pinchazo, se veían en una olla desaparecer. Sólo ella y yo quedamos en la espera.
Olimos nuestras respectivas cualidades con miramiento, curiosidad y sin piedad. La tomé entre mis brazos y le mordí parte de su esquina dorsal comprobando su distinguido aroma; le ofrecí un trozo de mi regordeta mejilla, algo que ella no se esperaba, por lo que se asustó al descubrir que estaba demasiado dura, de inmediato, respondió con una bofetada desdeñosa sobre la zona lisa y brillante de mi intranquila cara.
Finalmente, nos colocaron en mesas distintas pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, a pesar de la distancia, podía distinguir su textura, maravillosa piel amarillenta y suave, mi amada queso gouda, ideal para ser degustada acompañada por un buen merlot.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las habilidades culinarias del mudo chef y su compañera parlanchina. Suficiente tiempo en que pude admirar la sazón de la pareja y lo substancioso con que se pueden combinar los ingredientes en una orgía inventada por dos. Entre legumbres, carne y arroz, el queso es rey absoluto. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La leche con que fui creado es de cabra. Me pregunto que hubiera sido de mí si no tuviera ese aroma intenso y el sabor tan profundo, si hubiera nacido como simple natilla, me hubieran acompañado con panecillos de maíz.
De pronto, a ella la tomaron y la convirtieron en rebanadas, al principio estaba asustada, yo le hablé para distraerla; la pusieron sobre una hermosa madera y después a mí. Nos llevaron a la mesa de una hermosa pareja, la dama mayor que el joven que le sonreía. Mi compañera se animó, formaríamos parte de una cena.