¿A qué suena la rutina de la vida adulta, el día a día del que labora tras un destino que sencillamente no llega? ¿Cómo se representa el vértigo de la prisa, la frustración ante lo que nunca acaba, lo que nunca se completa? Con una coreografía del sonorense Benito González, fundador de la compañía junto con Evoé Sotelo, Quiatora Monorriel lo lleva a escena como muestra de un “neotribalismo” propuesto por su creador.
Con un trasfondo sonoro inusual para la danza contemporánea, como lo son el rock, el punk, el hardcore, el noise y el ambient, y un escenario en su desnudez decadente, seis cabezas con pelo largo y encrespado son sostenidas por cuerpos enfundados en overoles de obrero industrial. Abre la escena un sonido indefinido y bestial para descubrirse entonces el grupo de cabezas cuya oscilación se vuelve, de a poco conforme transcurren los cuarenta minutos, en un movimiento, aunque automático, pesado y furioso.
“Yo estoy viviendo, estoy avanzado”, se escucha en una voz proveniente de algún punto ciego del escenario, mientras un estrés ocasionado por la observación del movimiento se acrecenta y difunde, cual sutil gas lacrimógeno, en la percepción tensa y confusa de quienes ocupan las butacas. Estrés, más estrés, aturdimiento… “yo siempre estoy aquí”.
La danza es de las cabezas, ese es el foco central, tanto por la dirección de las luces como por la apariencia y los movimientos cada vez más intensos. Los ojos, incrédulos y sin poder dejar de atender, las observan agitarse. Duele la nuca de los espectadores, se siente el mareo al interior de los cráneos, como si las cabezas propias también se agitaran, como si cada cuerpo, identificándose, también quisiera sacudirse, incluso azotarse. Sin embargo, la danza no solo ocurre en el nivel superior de los cuerpos danzantes, pues las rotaciones coreográficas son variadas, las transiciones son limpias, precisas y fluidas, tanto que en el cuadro resultan imperceptibles manteniendo la atención en las cabezas; no lo parece porque fungen como un colectivo homogéneo, pero cada una, por un momento, es protagonista; la técnica con la que trabaja el cuerpo completo de los bailarines es rigurosa, firme, para que el dolor y el desgaste sea sólo un efecto estético y no una consecuencia física.
Un niño corre, eso se escucha, cae, llora y recibe consuelo de una voz que lo alienta a mantener un corazón puro, lindo, amable. La estridencia del sonido contribuye a que la imagen sea extenuante y el movimiento se configura como un dialecto animal de individuos fuera de sí que avanzan sin avanzar, que viven o tratan de vivir creyendo que avanzan mientras se ahogan en el vértigo de un movimiento repetitivo, estático, siempre en el mismo sitio.
En las últimas escenas ―y qué bueno porque la sensación ya es inaguantable―, una mano en cada cuerpo se suma a las cabezas: extendida con el brazo recto según el eje que parte del hombro y con la palma hacia la tierra. Los dedos se agitan teniendo como soporte el sonido de la máquina, de las teclas, de la oficina, el mismo que emerge ahora mientras escribo esta reseña: catarsis plena.
Danza de las cabezas
Quiatora Monorriel
Benito González, director
17 y 18 de octubre de 2023
Teatro Principal
Fotografía: Leopoldo Smith (cortesía FIC)