— Es raro ver pasto hoy en día. ¿Puedo preguntar por qué aquí? Digo, es una entrada a un edificio y… —preguntaba el vaquero caminando frente a mí.
— Es una unidad habitacional con pequeñas áreas verdes y esta entrada es mi favorita. No te preocupes, no tienes por qué saber más. ¿Tienes mi orden? —respondí muy condescendiente.
— Claro. Ya sabes. En cuanto entres a tu edificio «favorito», sigue caminando y al décimo paso da media vuelta. —el vaquero se quedó callado y continuó—. Sabes, deberías de volver con…
— Yo hice mis decisiones y he mentido para salirme con la mía. Yo sabré lo que hago. Adiós.
Entré al edificio, caminé los diez pasos y me di la media vuelta. Saliendo estaba toda mi familia junto con el amor que sentía por ellos. El amor de mi vida también estaba ahí y lo seguía amando, ahí en esa realidad. Era un sueño. Un verdadero paraíso. Sentía en mi cara las lágrimas de felicidad, de nostalgia, de odio. La endorfina no fue suficiente para borrar las lágrimas en la realidad. Pero no me importaba, todos esos químicos ya llegarían.
Siete días viví en mi paraíso.
En mi simulación me había ido a dormir y desperté conectada a mi consola. Solo diez minutos habían pasado.
Traté de entender qué pasaba. Todo había terminado. No pude evitar llorar. Escuché que alguien también lloraba y trataba de buscar el origen del llanto.
— ¡Lárgate de aquí! ¡NO! ¡NO! ¡Por favor no! ¡Ya detente! —gritaba «él» detrás de mis proyectores, otra vez.
— Ah… eres tú otra vez.
Mi condición no dejaba de recordarme las decisiones que había hecho.
Me cambié una tarjeta cerebral para poder simular un estado de trance tan fuerte que no podía ver ni escuchar a esos pobres diablos. Era como estar sumergida en una alberca de profunda relajación donde no podías ni pensar ni sentir. Solo obscuridad.
Ocho horas pasaron. Me incorporé de nuevo a mi realidad. Trataba de encontrar comida, pero el frigobar estaba vacío y los trastes seguían sucios de días sin alguna sobra.
— Es increíble que gastes tu dinero en esas porquerías y no en comida.
— Es increíble que te siga importando. —respondí.
Él es Dan. Lo había conocido hace años, tuvo la mala suerte de fijarse en mí. Tuvo que traicionar a mucha gente para llegar a mí y creyó que podría conmigo.
— Mírate, estás pálida. Necesitas comer. No más drogas. —Se calló y volteó a ver detrás del televisor.
— ¡¡¡Aaahh…!!! —un chirrido más fuerte que un llanto volvió a salir detrás del televisor.
— Hey… tienes que hacer algo con él. —dijo Dan mientras lo señalaba con el pulgar.
— Tenemos que aprender a vivir con él. Llegó para quedarse. —le contestaba parándome frente a él.
— Mira… hay unos «restrictores» que sirven para bloquear información sensible de la vista aumentada y perceptiva de los demás. Lo usan en los entrenamientos del ejército. Simulan una falla en «el sistema» y van a «ciegas» como los viejos tiempos, como los hombres. Quizá eso nos pueda ayudar. —Dijo Dan mientras simulaba sentarse recargado en la pared.
— Si sabes que hago esto porque se me hace fácil y la paga es buena, ¿verdad? No me gustan las cosas tan complicadas. —dije con hartazgo sin verlo.
— Y lo dice quien mató a su jefe en cuanto tuvo la oportunidad. Perdón, Alessa, pero tomar la decisión de querer matar a alguien no es algo «sencillo», y lo habías hecho poco después de haber planeado lo de tu ex y… —me lo decía levantándose frente a mí.
— …Y después tú llegaste. Lo quise defender, aunque ya no sentía nada por él. Quizá fue lástima, pero era un pobre diablo, un idiota y tú un maldito depredador. —lo interrumpí alzándole la voz.
— ¿Depredador? Él fue quien vino y destruyó este lugar, y no sé qué más te hizo. ¿Olvidas las noches que venía y se dormía aquí, llorándote para que no lo dejaras, y pasabas toda la noche llorando porque ya no sabías qué hacer con él? —me alzó la voz.
— Sí, y te escribía, y dejé que me pusieras esta maldita cosa.
— Te querías deshacer de él fácil y rápido. Yo no sabía en lo que te convertirías después.
— Tú me cargaste el virus para que yo me deshiciera de ¡tu! mejor amigo. Querías que me encargara de él para que te aprovecharas de mí. ¿Y yo soy la “enferma”? —respondí tajante, indignada.
— Tienes potencial, estabas sufriendo, yo… —Dan hizo una pausa larga, escogió bien sus palabras y continuó— yo lo siento.
— Como sea. No es que tenga otra opción. ¿Qué más me queda? Vamos por ese «restrictor». Ya estoy harta. —contesté mientras caminaba hacia mi habitación— ¡De ti y de todos!
Dan asintió con la mirada, dio un respiro para aclarar sus ideas y le dio los mejores consejos que alguien como él podía dar.
— Tienes control total del virus. Lleva tu arma. Cambia tu apariencia. Descarga la ubicación de las torres A, B y C del sector 4C, ahí es donde está todo eso. —Sugirió Dan y le hice caso. Era un mercenario en toda la extensión de la palabra.
Había cambiado el color de mi cabello a ese lindo color rosa. Cambié la apariencia de mis tatuajes de los brazos y manos, los modifiqué con brillantes y formas complicadas victorianas muy detalladas. Botas de combate y pantalones tácticos de una tela tan opaca que se traga la luz. Un leotardo verde militar antibalas y por encima un chaleco táctico antibalas. Con mis armas, conexiones, emisores, toda una herramienta para causar una pandemia.
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La fotografía pertenece a Josan Gónzalez, conoce más de su trabajo en:
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