El ayer hoy: Mon Laferte por Joan Carel

Fotografía: cortesía prensa FIC

Escuchar a alguien decir “¿Quién es Mon Laferte?” seguramente sería considerado una infamia por los jóvenes adultos, adolescentes e incluso niños. Aunque parezca imposible, muchas personas todavía no conocen a la cantante chilena de moda, quien desde hace diez años optó por hacer carrera en México y ahora puede decir con placentero orgullo que  abarrotó la Alhóndiga durante el XLIV FIC, pues no sólo la explanada hervía de gente proveniente de otros municipios y estados, sino también los techos de las casas vecinas y la calle hasta las áreas en donde la escena no era visible pero el sonido sí claro.

Luego de horas de espera impaciente, la tercera llamada fue dada y una seductora y clásica voz francesa femenina dio la bienvenida a los músicos de trajes rosa pastel, quienes tomaron sus sitios en un escenario evocador de los cabarets antiguos con decoraciones en terciopelo rojo iluminadas por un candelabro colgante. La música en vivo comenzó  fundiéndose, en un claro contraste entre el pasado y el presente, con las escenas en blanco y negro en las pantallas a los costados en donde mujeres del siglo de oro del cine mexicano lloraban trágicamente por amor. Luego, casi como un sueño para los fanáticos, se integró por fin “la chica de rojo” como si hubiese salido de una de las películas proyectadas debido al vestido sencillo con holanes que le llegaba al tobillo, además de su cabello negro, suelto, largo y ondulado sin más arreglo que unas enormes flores.

Entre la audiencia había dos clases de personas, por una parte los fans que, con excepción de algunos, a pesar de no conocer todas las canciones mantenían su éxtasis al tope, por otra la audiencia casi virgen quien, disfrutando moderadamente el concierto, buscaba hallar sin descanso un estilo con el cual recordar a Mon Laferte quien a veces parecía chica ruda por los tatuajes de sus brazos y la furiosa música del rock apoyada en la iluminación de efecto catastrófico; en seguida se transformaba en una pin up girl tierna y amorosa cantando en acústico un susurro idílico; otras veces era una sensual y refinada mujer de cabaret clásico modulando temperamentalmente un blues junto del saxofón; en ocasiones recordaba a una niña traviesa que brincaba y se contoneaba jugando a ser desinhibida y por momentos  también se convertía en una muchacha sencilla que con sólo una guitarra entre flores silvestres celebra la vida, llora la muerte y se refugia en la esperanza con un halo de voz chilena más poético que el así calificado “sexo” en una de las canciones que la hicieron famosa.

La propuesta y la actuación de Mon Laferte parecen un disparo innovador con partida en un proceso integrador de múltiples elementos muchas veces contrastantes, los cuales se unen con rotunda fineza en un juego de aparente ingenuidad. Su estilo, a veces semejante a un lúcido momento de improvisación en el que incluso hay espacio para canciones de broma, podría considerarse una coherente y bien planeada versatilidad en donde la batería, la guitarra, el bajo, la trompeta, el saxofón, el trombón, el piano, el acordeón, incluso los chasquidos, las palmadas, los gritos, las risas, los murmullos, los gemidos, los sollozos y los silencios se alternan en los momentos precisos o caben juntos, de acuerdo a la simpleza o teatralidad requerida, ocupando con ímpetu cada uno su lugar.

Toda la figura de Mon Laferte desborda una inocencia sensual, desde su vestido recatado que frente a las luces traslucía una torneada silueta y cuya falda casualmente ella levantaba luciendo espléndidamente por segundos fugaces sus blancas piernas, hasta las insinuaciones y poses eróticas en lo que parecía ser el refrán más popular o un juego niños, así como la enunciación feroz de palabras como “drogas” y “sexo” desde un rostro soñador. Eso sin duda enloquecía a sus seguidores que por momentos parecían estar sumidos en una euforia más bien hormonal. Pero más innegable y admirable es su capacidad vocal trabajada por años de la que fluye sin esfuerzo su ahora característico canto desgarrador de contralto lleno de falsetes imprevistos pero justamente colocados.

Como era de esperar, el concierto cerró con la canción más difundida entre los mexicanos cuyo estribillo hasta los espectadores no fanáticos cantaron apasionadamente de memoria. “¡Ven y cuéntame la verdad!” era la súplica masiva  en la Alhóndiga de Granaditas mientras que en las pantallas, como a lo largo de toda la velada, ya fuera en actitud de mujeres tremebundas o como amantes deseosas de besos correspondidos, pasaban los rostros de las altivas mujeres del cine mexicano.

La música final de la pieza seguía y en un mar de aplausos Mon Laferte agradecida salió del escenario. La función terminó y el público, lleno de incertidumbre por esa conclusión no común en México, permaneció en su sitio. Fueron los músicos en la oscuridad del escenario quienes comenzaron a pedir “otra, otra”. Quizá sintiéndose como en el festival de su natal Viña del Mar, Mon volvió acompañada sólo por su guitarra para rendir homenaje al fallecido Juan Gabriel con una versión muy a su estilo de “Amor eterno”, y con ello dio gracias nuevamente por “uno de los mejores conciertos que he tenido”.

Ya sea por la decoración del escenario, por las referencias visuales a una época cumbre del siglo pasado, los boleros clásicos que precedieron al espectáculo, su peinado, su ropa, en ocasiones los pasos de baile y, sobre todo, los fervientes y exacerbados cumplidos de sus seguidores, la presentación de Mon Laferte de alguna manera remite a las sensuales, propositivas y muy talentosas vedettes canónicas de los años 50’s. Ojalá que para ella el éxito sea un camino constante y su fama, aunque traspase las décadas, no sea sólo la consagración limitada a una época como lamentablemente ocurrió con esas bellas mujeres ahora derruidas.

Mon Laferte
Explanada de la Alhóndiga de Granaditas
4 de octubre. 20 horas

Historia Anterior

Cervantino por vez primera por Joan Carel

Siguiente Historia

Autopsia por Gabriela Cano