Me asusta estar sola en casa durante una tormenta nocturna. Imagino que la luz se va, que las paredes silenciosas me vigilan y que al bajar a oscuras por las escaleras resbalo y me fracturo el cráneo. Es el mismo pensamiento cada vez que el viento azota las ventanas y la lluvia intenta colarse por el tragaluz, me quedo en la cocina preparando chocolate caliente, rezando un poco como si creyera.
Me asomo al jardín, con la taza en la mano viendo los rayos atravesar el cielo, contando los minutos para que él llegue a casa, algunas veces incluso busco en internet el tiempo máximo de respuesta a una caída trágica. En todos los escenarios muero.
La lluvia toma un respiro, corto y suave, trato de hacer lo mismo y subo a la habitación, tardo más de lo normal y a medio camino un trueno hace temblar la tierra. Mi taza cae y se hace añicos, ahora hay chocolate y trozos de porcelana en diez escalones, ya no quiero subir, ya no puedo.
La yo de diez años solía salir al patio a mojarse completa, descalza y en pijama. Tal vez debería sentarme a mitad del pasto hasta que pase la lluvia.
Me pongo de pie, debo recoger lo que era mi consuelo en noches así, trato de tomar el último trozo de taza y sucede, la luz se ha ido. Puedo sentir como alguien se ríe en la habitación que nunca usamos, como unos dedos tamborilean en la mesilla de la cocina, como se abren los grifos en el baño de la habitación principal y escucho mi nombre salir de las paredes.
No puedo moverme y en mi torpe intento de salir corriendo resbalo, me pego en la rodilla derecha y me lastimó un poco la muñeca, quiero llorar en medio de la presencia silenciosa de mis miedos, pero la luz regresa y solo estamos mi perrita al pie de la escalera y yo, sudando frío con la taza en mi mano aún.