Cerulia y yo por Joan Carel

Debo confesar que le he fallado a mi género. Es casi imposible que las mujeres, quienes han llegado a la adultez, incluso a la adolescencia (y sucede hasta en la niñez), nunca hayan cometido un acto desleal hacia sus congéneres, ya sea con plena voluntad o como consecuencia inconsciente de los modelos erróneos que se nos han inculcado desde la cuna. Todas conocemos, por ejercicio o padecimiento, esas normas implícitas, casi automáticas, sobre cómo debemos actuar para sobrevivir y destacar en un mundo tan injusto e inequitativo: envidias, recelos, rencores y esa asfixiante sensación de insuficiencia en la eterna competencia por ser la “mejor mujer”.

No me considero una mala persona; a pesar de mi vastísima imperfección, creo ser alguien íntegra. Sin embargo, cae a mi consciencia que, en múltiples ocasiones, he cometido esos crímenes mujeriles aun cuando los haya guardo en el interior, en la mente, en el corazón. Tal vez estoy bajo un fantástico efecto causado por la niña y la adulta protagonistas del cortometraje que corre frente a mí en la pantalla y, como les sucede a ellas, una yo desdoblada va quitando de mis ojos, cual hada, un velo.

Estoy en el living de una librería (Universidad de Guanajuato, debajo de las escalinatas), en el marco de un festival de cine de horror (XV Aurora), en la presentación de un storyboard (Cerulia) de una joven cineasta mexicana (Sofía Carrillo), trazos previos de una obra fílmica tan exquisita como contundente que no ha hecho más que ganar ovaciones y premios (alrededor de veinte) desde su estreno en 2017. Hablan del proceso creativo (un cuento íntimo en honor a un abuelo fallecido) y el proceso interpretativo  (la melancolía de la rememoración y la estabilización emocional a partir del confrontamiento con la infancia), de la producción (títeres y stop motion), de los costos (patrocinio del Instituto Mexicano de Cinematografía) y de los tiempos de realización (dos años de minucioso trabajo reflejados en trece minutos de animación). Aprendo de los discursos y disfruto del ambiente, pero mi atención, en anagnórisis, se concentra en las cinco mujeres a quienes, como si pertenecieran a una película alterna, en voz y en imagen, descubro renovadas.

Sofía, Rocío, Liliana, Montserrat, Tania; las he visto tantas veces antes (excepto a la primera, por quien, inexplicablemente, siento un afecto profundo) y, como si se me hubiera concedido el don de notar lo que esa absurda rivalidad (también intergeneracional) empaña, percibo con admiración su valía avasallante. Al centro, la ternura; a la derecha, la pulcritud; a la izquierda, la sofisticación; sobre un escalón, la afabilidad; al pie de la escalara, la alegría.  Es probable que esos adjetivos parezcan parte de un arcaico decálogo sobre la feminidad, mas me resultan onerosos solamente cuando se enuncian como antítesis de la tenacidad, la inteligencia, la perspicacia, la valentía y la capacidad que en ellas, en sus palabras, en su presencia y, sobre todo, en su trabajo, con enérgica potencia y desde siempre, resaltan. Veo a las demás mujeres en la sala, algunas amigas, compañeras, profesoras o, a lo mejor, simplemente cordiales conocidas; reconozco a María, Yésica, Asunción, Fátima… y me sorprendo nuevamente al redescubrirlas, distintas en carácter, personalidad y apariencia, pero grandemente valiosas tal cual son e importantes para mí en diversos momentos. Todas ellas son como yo, mujeres comunes creando cosas extraordinarias, cosas que deseo hacer, que también lograré, aunque ahora el entusiasmo y la prisa huyan de mis pasos, aunque me sienta tan varada.

Vuelve mi atención a Cerulia, al tormento nostálgico transformado en rescate, en liberación de los fantasmas que arrastramos desgarradoramente por dentro. Ante una puerta desvencijada, hay una mujer (y la inconfundible voz de Diana Bracho), quien regresa a la ruinosa casa de sus abuelos para encontrarse con su espectro niña, su yo perdida y amada. Tan bello es el títere que puedo sentir el dolor que albergan sus sombríos ojos hinchados y enrojecidos, esa misma sensación recurrente en los míos durante estos últimos años de adultez, angustia y pesadumbre, el torrente de lágrimas de una niña confundida sin saber en qué momento ni en dónde ha crecido y se ha extraviado. Dice Sofía que Cerulia ha sido ella desde hace dos décadas; observo a Cerulia y pienso que también soy yo.

Existe una carrera de competencia, ancestral y siniestra, impuesta a las mujeres, tantas veces adoptada y reforzada por ellas, por nosotras, en el juicio letal e implacable que nos designamos al no cumplir los incontables deber ser que nos aniquilan. Me he fallado… pero voy entendiendo. Como los sueños de Cerulia guiados por Oniria, trato de enmendarme, resurgir entre los escombros, librarme del polvo del invernadero, de las exigencias crueles que he establecido para mí misma.

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