Sin embargo, diariamente tenemos ante los ojos el ejemplo del universo, donde una infinidad de acciones mecánicas independientes concurre para construir un orden que permanece fijo a través de la variación.
Echar raíces. Simone Weil
Conversar es relevante para echar raíces y cultivar alguna amistad o conocimiento: eso Arturo cree. Iniciar una buena conversación, sí, pero con quién: ni siquiera un perro lazarillo podría adivinar lo que quiere comunicar, pues es como si toda la oscuridad se vertiera en y para sí misma; como si un viejo xilófono dejara caer su última nota antes de ser deshecho y convertido en algo menos colorido (tal vez en delgados listones para iniciar fuegos controlados); como si el sueño nauseabundo que siempre tenía se volviera realidad: era un perro persiguiendo eternamente su hedionda cola y cubierta de heces fecales; y como si el mismo silencio huyera para no escucharlo. Iniciarla es una idea brillante, pero su ceguera suele ir acompañada por una impertinencia frívola que le dicta su actuar al oído: verse, abrillantar su cabello y colocarse así para estar más cómodo y evitar o prolongar aquello; y andar con discreción entre los edificios departamentales al terminar con sus clientes. Esto es, Arturo no sabe cómo iniciarlas y prefiere escuchar a sus clientes, sus historias, las cuales anudadas corren y se diluyen entre sus dedos: un cliente le contó cómo perdió, al salir del metro, su anillo de graduación y lo encontró justo antes de que las puertas cerraran; otro sobre el extraño sabor de la saliva de su otro amante, le recordaba a las fresas que solía cortar con su abuela; alguien más le dijo que era más barato irse al último vagón del metro y sólo esperar a algún atrevido; y uno le dijo que se había enamorado de su sonrisa. En una ocasión, intentó iniciarla y el cliente le insultó con justa razón, su boca debía cumplir otra función: por eso, bueno es un decir, prefiere escucharlos.
La rutina anterior a las reuniones con sus clientes es sencilla. Arturo se despierta temprano, escucha música que estuviera acorde no al contexto o su situación emocional del momento, sino al cliente —grupera o country para aquellos venidos del norte o de comunidades rurales, electrónica para consumidores de alguna clase de estupefaciente (él no las consumía, solía llevarse un frasco con perfume para mentirles), trendy para los jóvenes que están a la moda y clásica para los maduros adinerados que saben de artes. Hace yoga y después se mete a bañar —en este último punto, estudia mental y cuidadosamente las exigencias de sus clientes, planifica y, al mismo tiempo, se consciente. Siempre se viste con sencillez, a excepción cuando se reúne con fetichistas o maduros adinerados, pero nunca olvida perfumarse; come un ligero pero nutritivo refrigerio y siempre se traslada en su automóvil, comprado con sus ahorros. En esta ocasión, la reunión surgió de manera imprevista, estaba aún en el mercado cuando recibió la llamada de su cliente el abogado, y debió apurarse para cumplir con la rutina —escuchó música clásica, estudió algunos conceptos de Derecho que le parecieron oscuros; no comió para ahorrar tiempo y se perfumó. Arturo tomó, como siempre, la ruta más corta para evitarse horas de tráfico y perder esta ocasión, debía pagar la renta de su departamento, sabía que el abogado era una persona paciente y más cuando su mujer salía de viaje como en esta ocasión, pero prefería ser puntual.
A diferencia del suyo, el departamento del abogado se encuentra en una de las torres, diseñadas por John Hitchcock y Philippe Starck, y ubicadas sobre una de las zonas con mayor plusvalía. Él le hubo confesado en alguna ocasión que fue un regalo de un empresario guatemalteco, su cliente, por haber ganado el pleito de inmuebles. Arturo nunca dudó de él, pero sí de su definición de buen gusto, demasiado lujo para algo tan efímero; pero su estancia en éste es siempre pasajero, a pesar de ser constante —solían reunirse dos veces al mes, aprovechando los espacios libres del abogado. Arturo, ya en camino, se detiene sobre Rincón del Bosque y recuerda la primera vez que estuvo en esa ocasión: los acabos lujos, el olor eterno a almizcle, los suaves colores sobre las paredes y las pinturas compradas a artistas principalmente locales; las fotografías familiares sobre una mesita cerca de la entrada —tres fotografías en pequeños marcos de madera: el abogado con su cuarta esposa en su boda, ambos sonrientes; la mujer cargando a su hijo, él con un traje de marinero; y los tres en la clásica fotografía familiar, el hijo ya tenía, al parecer, tres años—; y las estatuas compradas como recuerdos en sus distintos viajes. En esa reunión, sí se sintió intimidado, por la diferencia económica pero con el tiempo fue sintiéndose más cómodo, el abogado era, a diferencia de su mujer, de gustos sencillos —prefería, por ejemplo, vestirse con ropa holgada y fresca, comer frutas frescas compradas en los mercados, ver películas de comedias románticas, leer el periódico mientras bebe refresco y escribir notas en cuadernos económicos y con lápices que tomaba y jamás regresaba a su hijo. En esa reunión, el abogado le confesó estar harto de su mujer frívola, distinta a las anteriores que, en cierta manera, lo acompañaron en su crecimiento como abogado, pero ninguna pudo darle un hijo Arturo, sin decir nada, le miró y escuchó con atención, viendo cada minúsculo movimiento de su rostro, como si intentara indagar algún secreto de este nuevo cliente —ser abogado implicaba, también, ensuciarse las manos y entrar en oscuros corazones para defender causas que bien podrían ser igualmente ruines. Esta reunión ocurrió hace cuatro años, Arturo recién cumplió diecinueve años y aún no terminaba el bachillerato.
Avanza unos cuantos metros sobre Rincón del Bosque, como siempre el tránsito es lento y, a su mano derecha, encuentra un edificio que le recuerda a un restaurante donde cenó con otro cliente, un profesor de lenguas, que se suicidó hace unos meses tras años de una profunda depresión —desde el principio, Arturo lo supo pero eran detalles personales que, en su momento, nunca tomó en cuenta, más bien por desinterés: fue la única ocasión que se reunieron y básicamente sólo escuchó una conversación larga sobre gramática y sintaxis—: había ingerido una cantidad alarmante de pastillos y después colgado en su baño. Arturo aún lo recuerda, pequeño, nervioso y muy inteligente, pero con muchos fantasmas rondando sobre su cabeza. Gira sobre la calle Rubén Darío y busca dónde estacionarse —el profesor era soltero y su vida rutinaria se reducía a la escuela y a la casa y con escasas salidas para entretenerse, Arturo creyó que era muy académico para su edad, se enteró de su muerte en un periódico –en el mismo, leyó el caso de un paciente estadounidense que escribió su obituario en vida tras desistir de su tratamiento contra el cáncer e invitó a una fiesta para celebrar a la vida—: no sintió pena, más bien elogió su decisión. Recuerda sus últimas palabras en aquella cena, aún frescas a pesar del tiempo transcurrido. También, recuerda la parquedad con que agradeció la invitación del profesor: debió haber sido más cortés. Se detiene a unos metros del edificio donde vive el abogado y se mira en el retrovisor del interior y se unta crema en el rostro.
Baja del automóvil, se recarga sobre una de las puertas y ve, a lo lejos, a unos transeúntes que caminan al edificio de departamentos de enfrente. Imagina varias historias de esta joven pareja: vuelve del cine, quizá vieron alguna de superhéroes, y ella, por su natural cariño, lo acompañó a pesar de no gustarle esa clase de películas; ellos, recién casados, vuelven de un paseo nocturno o de hacer las compras para la semana; vuelven de una cena o se reúnen con amigos que viven ahí. A la izquierda, y a lo lejos, hay varios vehículos y uno de ellos le llamó la atención, lujoso e impecable, ya que, a pesar de ser noche, resaltaba en la oscuridad. Arturo cierra la puerta con seguro y camina al edificio en donde vive el abogado. El portero le hace unas cuantas preguntas y él las responde con tranquilidad, parte del protocolo de seguridad: en una ocasión, el portero, sabiendo de sus actividades, le pidió un servicio breve —él aún lo recuerda: Arturo había salido del departamento del abogado y, con mirada pícara, le preguntó si quería ganar dinero extra: todo ocurrió bajo el escritorio del portero.
—Gracias —se despide Arturo e ingresa al elevador. La música, una versión suave de Fly Me to the Moon, le permite despejarse del momento incómodo con el portero: sabía que él, en cualquier momento, podría solicitarle un servicio antes de ir con el abogado. Por suerte, no fue así. El elevador sube y se detiene en el último piso, el abogado disfruta siempre estar aislado de sus vecinos y la altura le permite ver más allá de las estrellas artificiales. Sale del elevador y busca el departamento de su cliente. Toca la puerta, largo, corto, largo, largo y tres largos más, y espera. Se frota las manos, se siente, repentinamente, ansioso cuando mira su reloj, una manecilla interpuesta sobre la otra. Repasa las acciones hechas en su departamento para saber si su ansiedad es consecuencia de haber olvidado algo, algo encendido (la estufa o el boiler), algo que pudiera terminar en un desastroso accidente doméstico. Nada y trae lo necesario. Escucha un zumbido suave en el lejano pasillo, no puede ser la corriente eléctrica cruzando viejos cables, pues el edificio es prácticamente recién hecho; se abre el elevador y el portero sale y le explica que había olvidado su cartera. Arturo se busca en los bolsillos del pantalón y le informa que ésa no es suya. El portero se disculpa y vuelve al elevador y, antes de que éste cerrara, le grita si le puede decir la hora; Arturo, extrañado, le miente: —no llevo reloj.
Vuelve a tocar la puerta y acaricia el dorso de su mano y siente un vuelco en el corazón, respira e intenta relajarse. Se pierde entonces en sus pensamientos, en el perro barrigón de uno de sus vecinos —su forma de andar es hilarante debido a la curvatura poco natural de su espalda originada por el exceso de peso— y en sus actividades: escuela, ejercicio y compras. El portero, ese maldito imbécil, lo ha perturbado y roto el ritual con el abogado —aunque, en realidad, la culpa es suya ya que él había querido ganarse unos ingresos extras: he ahí su error. Arturo espera y, al fin, escucha cómo los seguros se abren. Entonces, recuerda que esto es, como siempre, una aventura fortuita cuyos discos giran y nutren, de uno u otro modo, sus distintos caminos, como aquella ocasión que, lejos de ser visualmente un espectáculo dionisiaco, fue un momento breve de desdicha: uno guapo se viene en las sombras y achica el tiempo con simples caricias de crioscopia y cuyo fuego barcino se apagó con lentitud.
ADSO EDUARDO GUTIÉRREZ ESPINOZA (Zacatecas, México, 1988). Licenciado en Letras, por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue finalista en el III Edición del Concurso Internacional de Minicuentos “El Dinosaurio” (La Habana, Cuba), convocado por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y el Centro Provincial del Libro y la Literatura de Sanctis Spíritus; obtuvo una mención honorífica en el V Premio Universitario de Narrativa “Elena Poniatowska”, (Aguascalientes, México), convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su obra se ha publicado en La soldadera, el ya desaparecido suplemento cultural del periódico El Sol de Zacatecas, en el suplemento La Gualdra; también, ha participado en varias antologías de AlTaller, taller-seminario de Creación Literaria, convocado por la Universidad Autónoma de Guanajuato y auspiciado por el sello editorial Letras Versales.