En mi andar como paciente renal, me ha tocado desarrollar una segunda casa: el hospital. En este espacio de fabricada blancura he conocido a pacientes, a mi adorable psicóloga, también a la trabajadora social más alegre que hay, y sobre todo, a médicos. El año pasado estuve en un protocolo de trasplante fallido que, si bien no llegó a buen término y concluyó en la experiencia más desastrosa de mi vida, me dejó harto conocimiento y poder. Pero, ahora, me concentraré en hablar sobre cómo he sufrido gordofobia a manos de una doctora.
Además del consabido paternalismo con que se manejan los médicos, de la infantilización que sufre el paciente (porque de la noche a la mañana parece que además de mis riñones, mi capacidad de decisión y mi inteligencia también sufrieron daños importantes), mi doctora siempre se sintió especialmente incómoda con mi peso y más que mi peso, con mi aspecto físico. Aunque he bajado más de treinta kilos, sigo teniendo mis cachetes y también mis piernas y nalgas son más grandes de lo que se esperaría que fueran. Estoy a diez kilos de mi peso “ideal” y sigo siendo talla trece en algunos pantalones, claro que esto tiene que ver también con otros asuntos ajenos a mi cuerpo. Lo que quiero decir es que mis piernas y cintura son particularmente más grandes de lo que se esperaría para una mujer que mide 1.60 cm. Mi doctora, desde la primera consulta, me dijo que pesaba muchísimo y tenía que adelgazar, también me hizo sentir responsable y culpable de haber perdido más del 80% de mi función renal; nunca se detuvo a explicarme las causas de mi insuficiencia renal, parecía que era suficiente con decirme: estás gorda y un “tus riñones no sirven”.
He notado que varios doctores acostumbran a utilizar la gordura como un diagnóstico. Hay que dejar bien claro esto: no es lo mismo gordura que obesidad y los cuerpos vienen en moldes distintos, hay distintas complexiones. Ahora bien, aunque la obesidad es una enfermedad, es una enfermedad que se diagnostica a partir del cálculo del índice de masa corporal y que se corrobora con exámenes de sangre, orina, etcétera; pero a la fecha, pareciera que con sólo verte pueden diagnosticartela. Aunque sea un padecimiento en cierto modo “visible”, no como mi insuficiencia renal, que para ser diagnosticada necesitó exámenes de distintas índoles y aparte un ultrasonido renal; se ha llegado a una simplificación del análisis de un paciente a partir de su aspecto físico: cualquier cuerpo gordo se considera un cuerpo enfermo y no sólo de obesidad, hay quienes ya te consideran diabético e hipertenso nada más con verte la panza.
A pesar de los 120 kilos que llegué a pesar, lamento defraudar su aguda inteligencia clínica, amigos gordofóbicos, pero no, eso no fue lo que provocó que mis riñones se marchitaran, fue una glomerulonefritis. Los pacientes gordos, incluso cuando ya dejamos de ser gordos a los ojos de los demás, seguimos padeciendo cierta gordofobia y es una revictimización muy asfixiante, porque viene precisamente de nuestra obsesión por ser sanos. Como buena gorda acomplejada decidí iniciar no una sino diez dietas completamente inhumanas, me obligué a participar de métodos altamente nocivos, todo en pro de estar pronto más delgada y por tanto, más sana. No importaba el método que usara mientras llegara a ese ansiado cuerpo delgado, ergo, sano. Como buena gorda acomplejada creía que la delgadez me iba a solucionar la vida. Y cuando fui “delgada” pero estaba más cerca de la muerte que cualquier gloriosa gorda que conozco, las personas no sólo me dijeron que fue por mi gordura, sino que fue por hacer tantas dietas. Pareciera que los gordos estamos condenados a estar enfermos y mal todo el tiempo, a estar mal desde que nacimos porque la vida no nos bendijo con un cuerpo delgado y hermoso, con un metabolismo veloz; incluso si queremos atrevernos a modificar nuestra suerte de gordos, algo haremos mal.
Llegué al hospital pesando 89 kilos, los cuales bajaban y volvían de manera irregular. La doctora me pidió que hiciera dieta renal, que es una dieta sumamente compleja pero que he terminado por hallarle el gusto y no gracias a las nutriólogas del hospital, tuve que contratar a una nutrióloga privada y leer manuales de nutrición. Duré un tiempo en dieta hasta que apareció un donador dispuesto a demostrar su bonhomía. Iniciamos el protocolo de trasplante y eso me hizo tomar citas con otro médico además de mi bonita doctora gordofóbica. Luego de que nos validaron todos los pasos necesarios para el trasplante, asistí una última vez con mi doctora, ella me pesó: ahora pesaba 79 kilos, un año después de no haberla visto (para quienes manejan el Seguro Social, sabrán que las citas están espaciadas por amplios, amplísimos lapsos de tiempo), lo primero que soltó fue un: Estás muy gorda. Yo no dije nada. Me preguntó cuántos años llevaba haciendo dieta. Le dije que dos. Aquí debo aclararles algo, las dietas renales no son nada fáciles de llevar: dejas de comer muchas verduras, dejas de consumir carne roja, además es muy difícil que aprendas a elaborar nuevos platillos a partir de los alimentos que tienes permitidos. En definitiva, no es algo que domines inmediatamente, me tardé más de un año en dominarla y aún así sigo fallando de cuando en cuando aunque llevo ya tres años con mi diagnóstico. Si se acercan a un paciente predialítico y le preguntan por su dieta, lo más probable es que les transmita su pesar y lo tortuoso que resulta, lo insípido y triste, más si la dieta que está siguiendo está basada en una fotocopia malgastada que te dan en el Seguro – la misma que le dan a todos los pacientes- y en la cual te ofrecen una paleta de alimentos exageradamente limitada. Yo sólo puedo justificar su estrechez pensando en que a algunas nutriólogas del hospital les da flojera calcularte las porciones renales de otros alimentos, así que mejor te dejan con la idea de que sólo puedes comer pocas cosas.
Volviendo con la doctora, me dijo que estaba gordísima y si en dos años no había alcanzado la delgadez que ella consideraba sana, entonces sólo podía explicarse con el “argumento” (más bien prejuicio) de que era una paciente irresponsable, aunque había bajado diez kilos durante la transición de mi alimentación anterior a mi dieta renal, y ese dato mínimo lo podía consultar viendo mi historial médico que echó de lado porque no necesitaba más que unos cuantos números en la báscula y mi aspecto físico. En ese momento dijo algo inaudito: “Ya estás a punto de ser trasplantada, siendo tan irresponsable (irresponsable por ser gorda, porque todos los gordos somos unos vagos buenos para nada), daré una puntuación negativa para que no te trasplanten, porque no podrás cuidar el injerto”. Esta doctora estaba a punto de dejarme sin trasplante sólo por estar gorda. Para ella resultaba más mortal que pesara 79 kilos que mis riñones semimuertos acumulando potasio, fósforo, urea y creatinina en mi sangre. Habrá gente que diga: “oye, tal vez notó algo con sus superpoderes de médico que contraindicara trasplante”; pero lo cierto es que ya me habían visto otros tres médicos y todos me habían dado calificación positiva para pase a trasplante, ella fue la única que se negó a aceptar que fuera una candidata idónea y sólo por estar gorda, carajo.
Estar gordo no es sólo ocupar más espacio, es también ser catalogado de irresponsable, de flojo, de inútil, de incapaz. Estar gordo viene acompañado con un lindo paquete de prejuicios que la gente utiliza todo el tiempo como argumentos de peso, incluso, como me tocó descubrir, en cuestiones de vida o muerte. Ahora, no tengo los conocimientos médicos para poder derrocar el discurso gordófobico de la salud, pero me parece que mi situación es un buen ejemplo para demostrar cómo en un espacio donde se supone prevalece la razón y la ciencia, hay personas de bata blanca tomando decisiones a partir de meros prejuicios, sin apoyarse en los datos duros ni en la compleja realidad orgánica de un paciente. Finalmente, mi trasplante no llegó a buen término porque mi donador se arrepintió de su decisión dos semanas antes de la cirugía. Tiempo después tuve que volver nuevamente con mi doctora gordofóbica, en sus citas suele pedirme que me levante la blusa para ver si estoy adelgazando bien y no me está quedando “panza de carnicero”, como ella llama a mi vientre, aunque eso no tenga nada de relevante con las cifras que revela mi sangre o mi orina, ni siquiera con mi proceso de pérdida de peso; y aunque sea una práctica totalmente discriminativa y que expresa odio. Desde entonces, es difícil que alguien me diga que no existe la gordofobia y no le haga una mueca, que no le tuerza el gesto a alguien que empieza a decir que una persona gorda “no se preocupa por su salud”. No conocemos la realidad corporal y vital de otros, ya es momento de aceptarlo con humildad, nuestros ojos no tienen integrado un dispositivo para saber quién carga con un corazón enfermo o un páncreas agotado. Un cuerpo gordo no te dice que alguien está enfermo de manera inmediata, ni a ti, desconocido en la calle, troll de internet, ni a un médico.