Cuento de Navidad por Juan Mendoza

Lo peor no era la oscuridad casi total, el polvo metiéndose en la nariz y ese olor a llanta quemada, tampoco lo era el espacio minúsculo o la cabeza pegando todo el tiempo con diferentes cosas que no lograba reconocer. Ruli llevaba al menos tres horas pensando qué era lo peor, decidiendo quizá, ponderando entre sus sentidos, sin llegar a un veredicto final. No quería llegar a uno, eso significaría terminar el ejercicio y eso iba a dar pie a la verdadera angustia.

 

Electricidad, cuando tú me miras, algo sobrenatural. Silencio. Todos dejaron de corear y abuchearon porque el celular de Ruli finalmente murió, conectaron otro y nació la desagradable hora de la banda, que sucedió a las 3:30 de la mañana. Se abrieron las puertas del infierno, el diablo decía pásale pa’ dentro. Los inquietos del Norte despidieron a Lucerito con esa estrofa.

 

Quizá lo peor era eso que le quita claridad a los sonidos, la sordina aplicada a toda la realidad, porque Ruli no tenía el privilegio de no escuchar, los escuchaba todo, o casi todo, pero no por completo, vivía en un mundo trunco y sin imágenes al que se estaba comenzando a acostumbrar a sabiendas de que una persona jamás se podría acostumbrar a tal infierno.

 

Ruli recordaba la última luz que vio, pero no fue una, fueron muchas y de colores; las múltiples series de la fachada de la casa de Salvador, su jefe, y luego las luces traseras del Corola en el que recordaba haber dejado un six, pero sin tener claro dónde. Recordó haber visto a Salvador con cara de ya váyanse, de ya estuvo, cuando milagrosamente descubrió el plan de los demás en un grupo de whatsapp sin el jefe, vámonos a seguirla todos al motel, váyanse saliendo de uno por uno para no ser sospechosos.

 

Completamente sospechosos debido a la incapacidad organizativa que da el alcohol, se salieron todos en bola despidiéndose del patrón, qué chido que puso su casa jefe, la neta se la rifó con las amburguesas jefe, írelo’ ya se puede casar don Salvador. Todos al Corola de Carlos. Pero la acabamos tempra porque mañana es Navidad no mamen tengo que ir con mis hijos. Sí, hombre. Pero oigan no cabemos todos, si nos ven que somos muchos nos van a cobrar más, alguien se tiene que ir en la cajuela. No mames. Sí. A ver yo me voy. Ruli, “respect”. A huevo, puto.

 

Ruli escuchó a partir de ahí toda la conversación como si estuvieran todos dentro de una olla, y lo primero que oyó fue a Jorge contar una historia que desató risas de todo mundo, incluso la suya. Entre curva y curva las risas se iban convirtiendo en sonidos de tráiler o de moto y luego volvían a ser risas para Ruli. ¿Saben porqué le decimos Ruli a Ruli? Porque en la posada del año pasado andaba cante y cante la de Wataneri consu, ruli pa ti, ruli pa ti. La de la sopa de caracol. Ruli se descubrió riendo hasta de que Mila le había dicho imbécil y los demás le recordaron que estaba en la cajuela oyendo.

 

El auto empezó a avanzar más lento, habían llegado. Pinche Salvador no quiso gastar en un saloncito ¿verdad? Cabrón codo. ¿Cuanto es, señorita? Por todos 400 pesos. Aquí tiene. Habitación 16. Ruli escuchó varios autos, o por lo menos dos, acercándose rápido, y luego unos derrapes. Lo siguiente serían comentarios en voz baja de sus compañeros, no los alcanzó a comprender porque los gritos de Cinthia precedieron un sin fin de balazos que se escuchaban en todas direcciones. A Fernanda Gutiérrez “Ruli” se le fue la voz aunque nadie estaba para oírla, se le abrieron los ojos como nunca aunque luz no había, y lloró sin parpadear ni tener claro porqué, pero algo le decía que el enorme silencio de sus compañeros de trabajo era la razón suficiente.

 

Alguien subió al auto, lo encendió y comenzó a conducir. Nadie revisó la cajuela. Entre los golpes del viaje y recuperada quizá algo de sobriedad Ruli sintió que algo le mojaba la espalda. Se tocó, era algo tibio. Como no se veía nada pensó en olerlo pero se detuvo ante la oscura idea de que pudiera ser sangre, así que se limpió en el pantalón, apretó los dientes y volvió a llorar sin parpadear.

 

El auto se volvió a alentar, se oía gente, como una fiesta. Arremángala, arrempújala, arremángala, arrempújala, arremángala, arrempújala. No pierdas el tino, porque si lo pierdes pierdes el camino. Recuerdos de la familia de Ruli, la sonrisa de mamá, los sobrinos corriendo, el terror tiene tantos paisajes internos. Quisiera que me hicieras mucha falta, y gritarte que regreses pero aquí no hay novedad. Quién sabe cuántas horas pasaron. El Corola volvió a encenderse y a andar, según los sonidos, por carretera.

 

Trailer, moto, trailer, moto, vocho, repetitivo. ¿Qué será lo peor de estar aquí? Nuevamente se detenían después de no se supo cuánto tiempo.

 

¡Mira papá, cómo rompemos la piñata! El conductor estaba seguramente viendo un video, quizá de sus hijos, y lo repetía una y otra vez. Una y otra vez. Ruli escuchaba un constante ruido de bruma metálica por lo que estaba segura que estaban detenidos cerca de alguna fundidora, o quizá había un aserradero cercano. ¡Mira papá, cómo rompemos la piñata! 

 

Un disparo. Solamente uno. Ruli ya no estaba segura de nada en este mundo pero parecía un disparo. Otra vez esa maldita sordera parcial que no le decía nada completo, estaba harta, estaba harta de tanto sentir miedo y estaba encabronada por estar harta, comenzó a patear y patear con fuerza, pateó durante casi 10 minutos hasta que se cansó de llorar y se quedó dormida.

 

Carlos siempre decía que fallaba su cajuela, y a fuerza de golpes en algún momento de la noche se abrió sin que se notara. Ruli abrió los ojos por la luz; lo primero que vio fue gaviotas, lo segundo al sacar la cabeza, la bruma metálica: el mar. Salió rápido, parecía estar amaneciendo o atardeciendo. En el auto había un solo cadáver. Corrió lo más que pudo. Arre borriquito, arre burro arre, arre más de prisa que llegamos tarde. Pasaban unos pescadores con una radio de pilas colgando de la red. ¿dónde estamos, señor? Pos aquí le dicen Maruata, señorita. ¿Qué día es? Es Navidad, señorita. Feliz Navidad, señito. Feliz Navidad.

 

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