“Ahora mismo estamos en el jardín del edén, ¿No lo ven? Rodeados de una belleza que poco a poco vamos mordiendo hasta que revienten nuestros estómagos, despreciando la creación divina de los Dioses de todas las religiones, incluso de la atea, y condenándonos al destierro de nuestro hogar, a nuestra extinsión inminente.”
La leyenda de Adán y Eva narra la historia de los primeros seres que habitaron la Tierra. Vivían en el Jardín del Edén, rodeados de una naturaleza divina y acompañados por diversas especies de animales. Tenían permiso para alimentarse de todos los árboles, excepto uno: el árbol de la ciencia del bien y el mal. De consumir su fruto, serían expulsados del jardín y condenados a morir poco después.
Solo necesitaban resistir el impulso de consumir una fruta entre toda la abundancia que les rodeaba.
Durante siglos, la fruta ha sido interpretada como un símbolo de los placeres inmorales, siendo el sexo el más representativo. Sin embargo, en 2024, ante un panorama de catástrofes apocalípticas, propongo una nueva interpretación de una de las historias más conocidas de la humanidad.
Sequías, contaminación, Taylor Swift y sus múltiples vuelos cortos en jet privado, resistencia bacteriana, pérdida de biodiversidad, toneladas de desperdicios alimenticios, explosiones por extracción de petróleo, guerras, bombas nucleares… Estamos a punto de expulsarnos de nuestro propio Jardín del Edén.
¿Y si la fruta realmente simbolizara el uso excesivo de recursos naturales por placer humano? La historia nos advertía sobre ese error en nuestro sistema que nos impide moderar nuestra ambición. La abstinencia sexual no nos salvará cuando el aire se vuelva cada vez más denso y tóxico.
Adán y Eva lo tenían todo y querían más, igual que nosotros.
En este momento, estamos en el Jardín del Edén. ¿No lo ven? Rodeados de una belleza que poco a poco vamos destruyendo hasta dañarnos a nosotros mismos, despreciando la creación divina de los dioses de todas las religiones, incluida la ateísta, y condenándonos al destierro de nuestro hogar, a nuestra extinción inminente.
¿Y qué hacemos aparte de contar historias, ver videos o escribir artículos? Como si fuéramos víctimas del sistema, delegamos la responsabilidad a las empresas o al gobierno, pero seguimos consumiendo sus productos y votando por ellos. Les damos más poder para continuar con su destrucción. Nos condenamos, esencialmente, por antojos.
La fruta prohibida es una Coca-Cola. ¿Cuánta agua contaminada, cuánto aire, cuánta explotación pagas por ella?
La fruta prohibida es la gasolina que usas en tu coche para evitar caminar cinco o veinte minutos. Siempre hay una excusa, como que hace más calor cada vez, ¿Cierto?
La fruta prohibida es todo ese plástico que consumes, ese armario lleno por una buena foto en Instagram, ese celular que cambias por el modelo más reciente, esa comida que desechas porque no luce bien, esa bicicleta empolvada, ese artista o influencer cuyo contenido consumes sin importarte que su huella de carbono sea hasta 1,184.8 veces mayor que la tuya.
La fruta podrida de nuestra sociedad es la indiferencia; nos encanta consumirla y vender por migajas lo más sublime que nos dio el universo: la naturaleza, que es irremplazable y, llegado un punto, irreparable.
Pero, ¿Qué nos importa respirar aire puro, beber agua o pasear sin miedo a una superbacteria? No nos importa vivir, ¡que nos expulsen! Son más valiosos todos esos productos artificiales que prometen felicidad infinita… aunque hasta ahora solo nos han llevado a una fatalidad catastrófica.
Dejemos de empoderar a quienes nos han ofrecido frutas podridas a cambio de todo. Por nuestros descendientes, por la naturaleza que es nuestro hogar y nos ofrece un espacio para ser felices. Pensamos que permanecerá para siempre, pero nos muestra, entre incendios, cielos grises, superbacterias y sequías, que agoniza. Nosotros agonizamos con ella. ¡Dejemos de consumir la fruta podrida!