El Otro día Por: Oscar Alberto Murillo Rubio

La jaqueca es más fuerte que el día anterior y te obliga a despertar. Las pulsaciones aumentan su frecuencia, su duración, como si algo intentara salir de tu ojo izquierdo y justo cuando va a lograrlo se rinde para después volver a empezar. No sé a ti, pero esa comparación me recuerda a ese rey griego que tiene que cargar una piedra a la cima de una montaña, esta cae y él tendrá que repetir el proceso por toda la eternidad. Seré honesto, no recuerdo los detalles. Hablaste de él hace un año para impresionar a una mujer diferente a ella y no te resultó. Deja de preocuparte, nada saldrá de tu cabeza, sólo ingiere tu dosis de aspirinas y todo estará bien. Claro, si aún tienes.

 

Revisas en el cajón a un lado de la cama para buscar el medicamento entre toda la ceniza y colillas de cigarrillo, maldices al aire porque no hay quien pueda avergonzarse de tus palabras; encuentras la caja de aspirinas, tragas una sin necesidad de agua. Te he dicho que uses la jarra con agua y el vaso encima del otro cajón para evitarte el sabor amargo, pero crees que dejó de ser un castigo para ti. Al incorporarte, el torrente de sangre acumulado en tu cabeza baja por tu cuello y recorre todo el cuerpo. El martilleo detrás de tu ojo disminuye y el dolor se convierte en molestia. Como si el duende travieso dejara de minar poco a poco los pedazos de tu cerebro donde se esconden los secretos que morirán contigo. Das un suspiro de alivio una vez que la aspirina hace su trabajo. Recuerda conseguir más.

 

Te frotas los lagrimales para quitarte el sueño restante y te cambias de ropa. Te has preguntado si realmente descansas a la hora de dormir. Debe haber aspirina en tu sistema para conciliar el sueño y tu visión siempre te exige más horas de descanso. A veces te veo preocupado por algo que dices que soñaste y no recuerdas, algo sobre un animal que te sonríe. No lo sé, a mí no me mires.

Al terminar de cambiarte un destello llama tu atención, ves que el monitor de tu computadora se enciende por sí mismo. Varias imágenes cubren la pantalla. Fotos de tablas Ouija y personas usando máscaras muy realistas de cabezas de machos cabríos. Intentas cerrar cada una de las imágenes, pero vuelven a aparecer cada vez más grandes y nítidas.

 

Te detienes a ver una foto de un grupo de personas con cabeza de carnero sentadas en una mesa circular, la resolución es tan alta que puedes ver en sus cuellos marcas de quemaduras de primer grado. Atrás de ellos parece haber un vitral rojo cuya imagen es imposible de observar porque los presentes la obstruyen, lo único que alcanzas a identificar es un triángulo en la parte superior. Te llama la atención que uno de ellos está arrodillado, alzando la cabeza y con las uñas rasgando su cuello. La cierras y la misma foto aparece, aunque esta vez el hombre está tratando de quitarse la cabeza, tienes intención de cerrar nuevamente el visor de imágenes cuando una tercera foto aparece con el hombre de pie, señalándote. Detienes la respiración por unos momentos, te tranquilizas al recordar las bromas pesadas que los hackers han hecho en toda la ciudad y concluyes que es un virus de computadora. Quieres apagarla, el botón parece atascado y optas por desconectarla. Te dije que lo hicieras desde anoche o algo así pasaría, decidiste por la excusa de estar muy cansado y no lo hiciste.

 

Tanto tiempo perdiste intentando arreglar tu computadora que – admítelo, no tienes idea de cómo –, tu estómago te ruega por comida manifestando la molestia de un vacío que te negaste de llenar a tiempo. Suspiras y diriges tu rumbo a la cocina. Sales del cuarto, bajas las escaleras, das vuelta a la derecha, atraviesas la sala-comedor con muebles de molduras victorianas que heredaste de tu madre, giras a la derecha para llegar a la cocina.

 

Durante el trayecto pensaste en el almuerzo que podías preparar con los pocos ingredientes que tienes y fantaseas con una alimentación completa. Lujo que ya no puedes darte por la situación actual: el toque de queda, provocado por el virus que causa alucinaciones. Obliga a todos a quedarse en sus casas mientras el gobierno reparte raciones limitadas de huevo, pan, leche, café; de muy mala calidad y constantes boletines de salud para identificar los síntomas causados por el virus. En caso de necesitar algo más como carne, lácteos, buen café, aspirinas y cigarrillos, tu bolsillo es el que paga.

 

En el fondo de tus creencias, consideras la existencia del virus como una mentira. Cuando empezó la cuarentena recuerdas que alguien te jugó una broma nada divertida: tocaron el timbre de tu casa con tanta insistencia que no tuviste otro remedio que abrir la puerta y percatarte que, sea quien sea, era alguien muy rápido porque había desaparecido. Decides no quejarte más de la situación, la empresa que te emplea fue muy amable al descansarte con goce de la mitad de tu sueldo. Muy afortunado – si me lo preguntas –, sé cuánto odias ese trabajo. No te culpo, es imposible atender las quejas de los clientes que compran objetos caros mientras juran, por sus ancestros que se retuercen en la tumba, que el precio escrito en la etiqueta era menor.

 

Tu cocina es pequeña – claro, para mi gusto –, un cuarto reducido donde sólo tienes una estufa económica, alacena de madera roída por un lado, un lavaplatos con goteo perenne, una mesa entre dos muros con una sola silla disponible y un pequeño refrigerador que apenas puede guardar las sobras del día, si es que hay. Deberías darle un poco más de mantenimiento junto con la casa. La pintura de los muros se está cayendo y la poca aún visible ha perdido su color original. Las ventanas tienen residuos de agua y polvo desde la temporada pasada de lluvias. Casi estoy seguro de que en la siguiente tampoco limpiarás.

 

Descuida, te entiendo, tienes hambre, no es hora de pensar en trivialidades como la limpieza. Sacas un plato y una taza de los anaqueles arriba de la estufa, cubiertos de un cajón, una sartén de un estante encima del grifo, aceite de otro cajón y un huevo de la cesta en la mesa. Usas el encendedor que guardas en la caja de cigarrillos para prender la estufa a fuego alto. Colocas la sartén, viertes el aceite y, una vez caliente, rompes el huevo. Observas cómo la clara adquiere su color cuando la yema empieza a crecer, te acercas – con un claro gesto tuyo que muestras cuando no entiendes algo – y ésta revienta. Lo que había en su interior es un feto de una criatura que no conoces: patas traseras equinas, alas de ave, piel gris, vello delgado, cuernos, dientes humanos y unos ojos negros fijos en ti.

 

Por la sorpresa estuviste a punto de caer, logras restablecer tu equilibrio y ves cómo la criatura parece pronunciar tu nombre: abre y cierra la boca varias veces mientras el aceite continúa quemándolo. De tal cocción, un aroma a vísceras en descomposición empieza a inundar toda la cocina y es tan ácido que tus lagrimales te reclaman. Mueves la cabeza de un lado a otro y acumulas la valentía necesaria para tirar el contenido de la sartén al bote de basura. Permaneces estático porque tus músculos dejaron de obedecer tus instintos y el olor nauseabundo desaparece. Una vez recuperado el control de tu cuerpo, miras con curiosidad el bote de basura – por una razón que hasta yo encuentro extraña – deseas revisar su interior para confirmar si era un producto de tu imaginación o no, pero las náuseas que profetizan vómito fueron más fuertes que tu voluntad. Respiras profundo para evitar un accidente – que regresará el ambiente desagradable en la cocina – y te apresuras al baño. Al llegar la puerta parece atascada y no abre por mucho que la empujes. Al final, el vómito reclama su presencia, sólo puedes permitir que fluya. Tal vez no te diste cuenta, la puerta del baño se abrió justo cuando empezaste a soltar toda la bilis que tenías almacenada.

 

Regresas a la cocina para beber solamente el café y, por primera vez desde el inicio de la pandemia, hojeas la propaganda de salud sobre el virus y los síntomas. Lamentas haber apagado el cuarto cigarrillo la noche anterior. Desde que comenzó el encierro tu adicción aumentó y después de tu encuentro con un huevo poseído – sé que no te gusta la palabra, pero de qué otro modo llamar a lo que viste –, algo te dice que necesitarás aún más el tabaco.

 

Al terminar tu intento de almuerzo, buscas tu teléfono celular en los bolsillos del pantalón, luego en la sala. Al no encontrarlo dejas de darle importancia. Siempre se pierde y lo encuentras poco tiempo después. Te diriges a tu cuarto para pensar en qué puedes perder el tiempo. Puedo recomendarte leer, pero te deshiciste de todos tus libros antes del encierro porque te traían los malos recuerdos de ella.

 

Te acuestas en la cama. Empiezas a tener sueño. Sientes cómo el peso de los párpados aumenta y antes de caer dormido un zumbido penetra en tu tímpano. Incorporas el cuerpo, buscas la fuente que rompió tu paz. Tu teléfono celular, conectado en la computadora vibra con tal fuerza que parece un pez que salió del agua creyendo que era un ave. Sin saber por qué, tu respiración se agita y el temblor de las manos – aquél que desafía tu voluntad – se apodera de ti: primero los pulgares, después el meñique derecho, el dedo anular marcado por un compromiso olvidado, el resto de los brazos hasta llegar a los hombros. Suspiras para tranquilizarte y revisas las fallas del teléfono. Al tocarlo empieza a vibrar con mayor intensidad, recibes una llamada de un número desconocido que termina en triple seis y cuya foto de perfil era un hombre con cabeza de macho cabrío. Revisas tus contactos y tus sospechas se cumplen: todos fueron reemplazados por la misma imagen con la misma terminación de números.

 

Tu curiosidad – que regresa después de haberse escondido para no verte vomitar –, te invade y miras fijamente el teléfono para esperar otra llamada. No sucede. Intentas llamar uno de los nuevos números que aparecieron: silencio. De pronto empieza a bloquearse y a desbloquearse por sí mismo, cambiando contraseñas, eliminando aplicaciones, reiniciándose, alterando configuraciones y colocando imágenes como aquellas que habías visto en la computadora. Chasqueas la lengua y dejas el teléfono en paz con la esperanza de que se acabe la batería y te diriges a tu cama.

 

Al dar dos pasos recibes otra llamada. Esta vez sonó el tono, aunque ya no era la música de rock – único recuerdo atesorado de ella – que habías elegido para reconocer cuando alguien importante te llama; ahora fue suplantado por una combinación de la sirena descompuesta de un faro y el gruñido de un animal moribundo. La foto de perfil es la agrupación de las personas-cabra sentadas en una mesa que has visto antes. Lo sé, también me parece familiar. Colocas el teléfono en tu oído, dices el saludo mundial y esperas que te lo respondan. Lo primero que escuchas es estática, seguido de un sonido al viento que golpea una ventana y al final una voz grave. Esta última parece ser una grabación con la velocidad aumentada y no alcanzas a entender palabra alguna. La velocidad disminuye y logras captar el gorjeo de alguien que está siendo estrangulado. Cuelgas en un instante y el teléfono se apaga.

 

Ya no tienes ganas de dormir. Al cerrar los ojos escuchas esos jadeos e imaginas que eres tú el que está siendo asfixiado. Calma, tranquilo, respira hondo, eso es, sólo fue una llamada, el hacker te hizo una broma – de muy mal gusto si me lo preguntas. Te diriges a la sala, te sientas en uno de los sillones victorianos, observas cada rincón mientras tus piernas ceden a los nervios y comienzan a moverse por su cuenta. Vuelves a hojear la revista médica, crees que negando los síntomas encontrarás nuevamente la calma. Como los temblores continúan, no puedes sostener con firmeza la propaganda de medicina y alcanzas a leer que las alucinaciones no están relacionadas con tus sismos nerviosos. Haces a un lado la revista y tu mirada se posa en la radio. Respiras tan profundo que disfrutas el aire que llena tus pulmones. Crees que escuchar algo de música mejorará el día que está transcurriendo lento, es probable que olvides todo lo que te ha pasado. Yo no podría.

 

Presionas el botón de encendido y buscas cualquier estación que no esté dominada por la estática. Te sorprende encontrar una frecuencia activa. Se supone que las cadenas de radio iban a continuar con sus labores a pesar del encierro, pero te conformas con las noticias. Al principio sólo oyes palabras que no entiendes y crees que la radio podría estar defectuosa. Apenas colocas un dedo encima en la radio cuando esta abandona el noticiero y elige en su lugar la estática en volumen insoportable.

 

Con celeridad giras las perillas para encontrar otra estación activa y bajar el volumen, pero tus intentos no están funcionando. Insistes y ambas perillas se atascan. No importa la dirección que elijas al manipularlas, sientes que la izquierda quiere viajar a su lado contrario y la derecha tiene el mismo deseo. Desde el fondo de tu cabeza surge un dolor punzante provocando que tus oídos amenacen con llorar lágrimas cuyo color no recomiendo que veas. Tu frustración aumenta, levantas la radio de su lugar y la avientas contra el suelo con todas tus fuerzas. Al hacerlo, la estática se convierte en voces guturales recitando alguna clase de mantra cuya disonancia hace temblar al aire que respiras. El canto provoca un escalofrío que recorre cada una de tus vértebras y todos los rincones del cerebro. Tu instinto se apodera de ti y por fin sigues mi consejo: usar un martillo para quitarle el nombre de “radio” al aparato que te está causando molestias.

 

Suspiras de alivio, te sientas en el piso y tomas un descanso para relajar la respiración. Sientes cómo la sangre recorre tus venas y el corazón trabajando a un ritmo al que no estás acostumbrado. Buscas en tu bolsillo la caja de cigarrillos,  enciendes el tercero con dificultad debido al temblor desobediente de tus manos. Lo llevas a la boca. La primer bocanada relaja tus hombros y arregla un poco los nervios en tus dedos. Comienzas a atravesar el estado de tranquilidad cuando sientes un aire frío en tu espalda. Diriges la mirada detrás tuyo y encuentras un charco marrón proveniente de los restos de la radio esparciéndose por el piso. Intentas levantarte con rapidez, pero tus movimientos son torpes y trastabillas hasta caer. Tratas de levantarte, pero sientes un dolor agudo en tu rodilla derecha que detiene tus intenciones de escapar. Un mal presentimiento te obliga a observar el líquido: este empieza a burbujear y a dirigirse con parsimonia a donde te encuentras. Las burbujas pasan del color oscuro a uno rojizo, tiemblan por unos segundos y explotan. De su interior, escuchas lo que parecen ser la voces de niños pidiendo ayuda y chirridos de metales oxidados siendo frotados entre sí. Tu cerebro finalmente libera la adrenalina que necesitas para ponerte en pie, ignorar los reclamos de la rodilla, correr a tu habitación, obstruir la puerta, colocar las manos en los oídos, cerrar los ojos y esperar el silencio.

 

Cae la noche, buscas el interruptor de la luz y la enciendes. Te pesan los párpados, sabes que la jaqueca te impedirá dormir porque ya es lo único que escuchas: cada pulsación en las sienes te hace recordar el mantra y las voces provenientes de las burbujas. Ves la jarra con agua, el vaso y la caja de aspirinas; ruegas que haya aunque sea una pastilla y confirmas que ahí se encuentra la dosis que pediste. Decides tomar la aspirina con ayuda del agua, tu saliva abandonó su propiedad líquida para convertirse en una pasta que se pega en tu dentadura y no te ayudará. Te lo digo por experiencia.

 

Te sirves agua, llevas la pastilla a la boca y bebes. Sientes el agua pasar por tu lengua y esta adquiere un sabor a metal oxidado tan fuerte que te obliga a escupirla. Ves el contenido del vaso: una capa de sarro seco cubriendo toda la superficie, pedazos de una sustancia amarillenta pegada en toda la capa blaquecina, diminutos coágulos de sangre flotando. Sostienes la respiración al ver que el agua en la jarra no posee los contenidos que llevaste a la boca. Tu instinto regresa y rompes ambos recipientes estrellándolos uno contra el otro.

 

Tienes dificultades de disfrutar el segundo cigarrillo: las cortadas en tu mano son más profundas de lo que aparentan y los temblores son ahora parte de tu cuerpo. Te aconsejaría que usaras el alcohol etílico, pero una noche lo bebiste con deseos de enterrar el recuerdo de ella en la primera cita en aquel restaurante lujoso. Tienes prisa en fumar el segundo cigarrillo, prefieres sacrificar el placer de cada bocanada y evitar que se pierda como el tercero.

 

Los temblores en las manos, la jaqueca y la respiración agitada te mantienen despierto. Piensas qué hacer para abandonarte al sopor cuando tu mirada se centra en el televisor ubicado en frente de ti. Al principio dudas si prenderlo o no. Quieres evitar otra experiencia similar al de la radio y permaneces en total quietud sobre la cama. En un instante, tu mano herida enciende el televisor. Tu nervios te traicionan. Escuchas el volumen del canal del clima muy alto, cuando en realidad no era suficiente para sorprenderte y eliminar los deseos de descansar. No pierdes tiempo en alzar el control remoto y apuntas al televisor para apagarlo. Te detienes. La chica que está dando los resúmenes del clima para la siguiente semana te impide presionar el botón. Tú niegas la razón, yo la sé: se parece a ella.

 

Pasa el tiempo y percibes que el televisor no muestra un comportamiento inusual. Empiezas a relajarte poco a poco y la voz de la mujer, que también es idéntica a la de ella, es una canción de cuna a tus oídos. Piensas que al final, algo bueno resultó de ese día. Acomodas tu cuerpo en una posición más cómoda y vuelves a hojear la revista de medicina para intentar conciliar el sueño. Lees acerca del origen del virus y te detienes. Las oraciones no tienen sentido, cambias de página, ves que las letras están impresas en diferentes tamaños, hay mayúsculas combinadas con las minúsculas para formar símbolos que nunca has visto en tu vida, fotos de ella y tú en los momentos más felices y aquellos donde te orillaron a estar solo. Cambias varias páginas, en todas se muestra lo mismo.

 

Arrojas la revista a un rincón de tu cuarto y en ese instante dejas de escuchar a la mujer del clima. Ves que está inmóvil con la cámara centrada en su cabeza, cuello y hombros. Dudas que se trate un problema técnico y decides apagar el televisor. No ocurre. Un frío en tu espalda inmoviliza tus movimientos, se detiene tu respiración por un nudo que sientes en los pulmones, tu ritmo cardíaco aumenta tanto como si tu corazón tuviera deseos de salir  a buscar escondite. Permaneces estático hasta que juntas todo el valor que te queda para levantarte, desconectar el televisor y, si es necesario, destruirlo. Al hacerlo, la mujer empezó a seguirte con la mirada, hecho que congeló tu sangre, sin embargo procediste a efectuar tu plan.

 

Cuando te acercas al televisor, una neblina azulada invade la habitación y empiezas a sentir un frío que hace visible el dióxido de carbono que exhalas. Diriges una última mirada a la chica. Su gesto es el mismo que hizo ella antes de que la abandonaras. Sacudes tu cabeza y desconectas el televisor. El rostro de la mujer cambió en un instante: estaba cubierto de sangre debido a un alambre de púas que rodea su cabeza, las pupilas se cubrieron de blanco, la esclera se coloreó de rojo y en su cuello aparecieron unas marcas de quemaduras que hemos visto antes.

 

Tu primera reacción fue de tirar el televisor al piso, pero antes de intentarlo, la mujer gritó tan fuerte causando que la ventana y la pantalla se hicieran pedazos. El silencio regresa, aunque no es aquel que provee seguridad. Ves cómo en cada rincón de la habitación se levantan unas sombras cuyo tamaño alcanza el techo. Estas se inclinaron hacia ti y emitieron un gemido parecido al de las personas torturadas sin fuerzas para gritar. Tu cerebro inyecta una dosis alta de adrenalina para alcanzar la puerta de tu habitación y escapar. El picaporte gira pero la puerta no abre. Una fuerza superior a la tuya la mantiene cerrada y el frío no te ayudaba en lo absoluto. La computadora se enciende por sí misma y muestra la imagen de los hombres con cabeza de macho cabrío reunidos en tu sala. El fulgor rojizo saliendo del vitral a espaldas de ellos coloreó la habitación junto con las sombras que están adquiriendo forma humana. Ves cómo el brillo de la pantalla se intensifica haciendo que la imagen quede en blanco, se escucha un zumbido que taladra tu cabeza hasta que la pantalla cede a las rupturas y cae haciéndose polvo. Esa fue la señal que estabas esperando. Pateas la puerta múltiples veces y logras abrirla. Yo habría hecho lo mismo, aunque yo no usaría las escaleras.

 

Desciendes a la planta baja lo más rápido que puedes, te diriges a la puerta principal. Te detienes al instante. El piso está cubierto de un líquido rojo y brillante cuyo aroma te trae recuerdos de la mañana. Vacilas si cruzar o no, pero un escalofrío en tu espina dorsal te obliga a atravesar aquellas aguas que Caronte jamás navegaría.

 

La consistencia del fluido es parecida al lodo de un pantano por lo que utilizas toda la ración de adrenalina para llegar a la puerta. Buscas la llave, que está colgada en un gancho improvisado, pero no logras encontrarla debido que todo está cubierto en tinieblas. En tu frenética búsqueda logras sujetar la correa con la llave, acaricias la superficie metálica de esta y te apresuras a abrir el cerrojo.

 

Te detienes. Sientes que el peso de la llave ha disminuido y te percatas que ha pedido la mitad de su cuerpo. Exploras el cerrojo y la otra mitad yace atascada. Sin pensarlo, intentas patear la puerta varias veces, sin resultado. Embistes contra ella usando los hombros, pero un crujido, que despertó un relámpago de dolor, te detiene y sueltas un suspiro que sólo los dioses olvidados escucharon.

 

Cierras los ojos para oprimir el llanto y bajas la cabeza. Tu respiración se harmoniza con los latidos de tu corazón, relajas los músculos de la espalda, sacas la cajetilla de cigarrillos y, tras varios intentos, enciendes el último. Lo llevas a la boca, aspiras llenando los pulmones y exhalas con lentitud. Repites esta acción un par de veces más, las luces se encienden, se apagan, vuelven a prenderse y miras detrás tuyo. Cuando el cuarto se ilumina, la brea desaparece y todo el piso regresa a la normalidad. Incluso logras visualizar la radio en su lugar, como nueva. Cuando hay oscuridad: la brea regresa, ves a los hombres-cabra reunidos en la mesa señalándote, el fulgor rojizo intermitente atrás de ellos y una máscara de macho cabrío se encuentra en tus manos.

 

El cigarrillo cae de tu mano herida e incendia el piso. Las luces admiten su derrota ante las llamas y al fulgor rojo proveniente del vitral. La mirada de aquellos hombres se cubre de fuegos fatuos. Abren los hocicos para emitir un gruñido similar al de un animal grande que está a punto de ser sacrificado y señalan la máscara que tu mano herida sostiene con firmeza.

 

Parpadeas, la acercas a tu rostro.

Parpadeas, se adhiere al cuello.

Parpadeas, sientes cómo te quema la piel.

Parpadeas, te encuentras en medio de los hombres-cabra.

Parpadeo, me veo dormido a punto de despertar por la jaqueca.

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