El sabor del pulque Paco Grimaldi.

/

La primera vez que oí a alguien de mi edad hablar sobre pulque debió ser a los quince, las expresiones eran de desprecio y había un evidente prejuicio al relacionarle con la pobreza. Sin embargo, la peor de las quejas era sobre su sabor.

Yo ya lo conocía, mis abuelos eran bebedores ocasionales de pulque y en mi temario de gustos adquiridos su sabor figuró desde muy temprano. Por lo mismo aquél comentario, resultante de alguna platica adolescente, fue como un puñetazo en la cara, me dolió. También, por la inmadurez provocó que no volviera a hablar de pulque con desconocidos. Alguien de mi generación, estaba diciéndome que algo que se acostumbraba en casa, debía resultarme vergonzoso y que mis expectativas en bebidas debían ser al menos más costosas. Pronto, desapareció de mi lengua el recuerdo de su sabor. Fueron sin embargo muchas cervezas y otros licores los que cayeron por mi garganta.

Con los años llegaron los nuevos sanmiguelenses, provenientes de otras culturas y practicantes de nuevas formas de vida. En esta ciudad, si uno está atento, aparecen como hongos exóticos, las fusiones culturales que todo lo transforman, hasta lo más vernáculo como la gastronomía. Pronto, el Líbano compartía plato con la mixteca, la cultura vegana hacía mancuerna con la otomí, el maíz con lo mediterráneo, y la herbolaria local con la homeopatía europea. Surgieron entonces los primeros mercados orgánicos, los mercados de pulgas, los pequeños encuentros gastronómicos y los tianguis de colores donde había más etnias que mercancías, por supuesto nuevas formas de alimentarse y las universales ansias de embriaguez que hermanan a la humanidad. A esas fiestas el maguey fue cordialmente invitado.

Ahora es posible encontrar especialistas del Maguey, que venden textiles, aguamiel, productos procesados, siropes de maguey, gusanos y extractos curativos que te permiten conectar con el espíritu divino del maguey (al menos en una forma comercial), pero en San Miguel a los primeros tianguis orgánicos llegaron más o menos tímidos los maestros barbacoeros, que tuvieron que hispterear sus tacos para entrar en el mercado. Y por supuesto con ellos también llegaron los vendedores tradicionales de pulque y aguamiel que ya vendían en los ranchos y las periferias la embriagante bebida fermentada. Los que estaban familiarizados, gustosos bebieron el brebaje blanco, pero los nuevos, hayan sido extranjeros o desarraigados, se toparon con pared en el primer sorbo. Y es que hay que decirlo, el ñogi (pulque) no es un trago fácil.

Aquellos vendedores con los que he podido hablar con franqueza, saben que para vender pulque sobre todo a los jóvenes y a los extranjeros, es necesario hacer que la experiencia sea más breve y menos agresiva, por eso ofrecen cantidades pequeñas de pulque mezclado con aguamiel para añadirle dulzura. Otros elaboran curados, mezclando toda clase de frutas y endulzantes a veces grotescos como la leche condensada o el jarabe de maíz para ofrecer bebidas más atractivas que terminan enfermando algunas veces a los consumidores. Que decir de los pulques que no son tratados adecuadamente y se vuelven pútridos o aquellos demasiado jóvenes que una vez dentro siguen fermentando y producen letargo y somnolencia.

Pero en realidad ¿a qué sabe el pulque? La pregunta pocas veces es respondida, como si al respecto valiera más vender morbo que claridad, igual que con los chapulines o con la carne de rata.

Pero explicar el pulque tal vez no sea tan difícil y aunque de difícil ingesta, merece una presentación más completa, después de todo, es una bebida sagrada que, aunque relacionada a Mayahuel, la diosa del agave, también nos remite a Tlazoltéotl, la señora comedora de inmundicias, que limpia el pecado con su grotesca ingesta y desecha en sus excrementos la maldad que habita en los corazones. Quizás por eso sea importante entender que la alimentación mesoamericana no sólo tiene funciones nutricionales o folclóricas, como tanto presumimos de nuestros tacos, también están sus funciones religiosas y medicinales, rituales que implican purgar el cuerpo y el alma, tatemarlos, macerarlos, fermentarlos, desecarlos, para que puedan volver a empezar, ya curados, ya expiados todos sus males.

La dificultad en beber pulque, consiste en que no es un trago delicado en lo absoluto. No hay tanta sensualidad. Si el vino es elegante y la cerveza festiva, diría que el pulque es una criatura más cercana a la lascivia, a la violencia, a nuestra condición humana. Si al mezcal hay que besarlo, el pulque debe entrar por la fuerza, a mordidas exageradas, engullirlo como las serpientes a su rata. Su textura estará cercana a un atole aguado, pero frío, ligeramente viscoso y espumado, como las babas de un animal salvaje. Al estar en fermentación dejará una seda gaseosa, como arena fina en la garganta. Su sabor, dependerá del momento en que lo bebamos, pero puedo describirlo como una combinación intensa de nopales crudos, yogurt natural colmado de ácido láctico, jugos gástricos, el amargor ligero de las hierbas del campo y si se mezcla con aguamiel, tendrá el toque dulce y fresco de una piña pasada. Los olores, no distantes, aparecerán primero pardos y herbales por el gishe del maguey, quizás haga falta rememorar un trago accidentado de cerveza sin gas, luego, un vino acedo, el olor dulzón de los lixiviados y la dureza de la tierra mojada, que, si se sabe aprovechar, adormecerá al organismo en algún punto, haciendo que de pronto, los tragos sean más dóciles y casi tan constantes como los proferidos a una caguama apresurada. La embriaguez vendrá después, alargada y exquisita para los campeones que hayan bebido varios jarros y durará sin malestares largo rato, a veces demasiado.

En el 2020 conecté otra vez con el pulque. Por la crisis se nos vino abajo la época en que despreciamos al pulque porque la solvencia permitía otros tragos más finos. Habiendo estado desempleado un tiempo y sin ideas de mucha ejecución debido a la pandemia, comencé a hacer algunas visitas con amigos y luego con otros interesados a las pulquerías rurales del rumbo conocido.

Antes, conocimos el nacimiento y muerte (ojalá definitiva) de productos nefastos como la Victoria Chingones que no llegaba a cerveza y que fue un golpe bajo cuando el mundo más necesitaba sensaciones de normalidad. La recordábamos seguido, como alguien que no olvida una ofensa. Temiendo que se impusiera casi la obligación de beber eso a quienes buscábamos ebriedad y olvido, acudimos en peregrinaje al pulque y ante la incertidumbre, nos embriagamos como Baudelaire, para no ser los esclavos martirizados del tiempo, formando en el acto una pequeña bandada de artistas, mayordomos de barrios, fieles de la fiesta patronal, futboleros de llano, temazcaleros, cocineros y uno que otro escribiente. Todos compartiendo el gusto por la bebida, sobre todo por el pulque y una vez conformada la cuadrilla de catarrines, fuimos haciendo exploraciones por la ciudad, descubriendo algunos buenos negocios citadinos. Sin embargo, íbamos desistiendo porque la demanda era fuerte, los precios elevados y pocas veces encontrábamos la cantidad deseada o alguien hallaba texturas extrañas que nos hacían sospechar adulteraciones. Hubo otros demasiado fermentados como los pulques de Nacho, un músico famoso en la ciudad, que nos ofrecía al final del día cuando terminaba sus caminatas, una bebida que, aunque rica, llegó a explotar literalmente por la acumulación de gases en las ánforas, de tanto andarlo paseando.

Luego, volamos como una parvada de gorriones hacia las faldas de los montes cercanos. Ahí en lugares como Tambula, Jalpa, Cerritos y Alcocer, fue donde en huertas, baldíos, patios y banquetas, nos reencontramos definitivamente con ese antiguo manantial. Hoy sabemos que tenemos al menos una decena de proveedores de pulque y aguamiel, algunos establecimientos fijos  en la ciudad que ofrecen garnacha y vasos a muy buen precio. Incluso descubrimos una empresa de inversión extranjera que está sembrando miles de magueyes aguamieleros al pie de Los Picachos, supuestamente para producir un súper forraje y detener la erosión del suelo.

Son famosas sin embargo al menos en la escena underground de la ciudad, las visitas a rancherías con productores famosos de pulque como Doña Beatriz en La Lagunilla, que recibe en su casa/huerto a turistas nacionales y extranjeros, senderistas, bikers a campo traviesa, y andariegos como nosotros, a quienes además deleita con su comida casera, que va desde carnitas y barbacoa hechas por ella misma, hasta quesadillas de maíz colorado y salsas molcajeteadas. Su pulque fermentado en reposo a diferencia del que deben mover los productores a la ciudad, es más dulce, y más robusto y por lo tanto muy apreciado, cuatro litros mi record, siendo seguramente un enclenque en el oficio. De todos modos, los registros nos han demostrado que antaño sólo los más warriors lo aguantaban, macizo, estrechando los jarros rústicos, vestidos de huarache y manta, con la mirada perdida como si no hubiera ningún futuro y brindando porque el que no peca va al cielo… y puesto que al cielo vamos, ¡bebamos!

 

Paco Grimaldi.

Promotor cultural, comunicólogo, maestro y escritor sanmiguelense.
Aficionado a la escritura desde la adolescencia, escribe de manera esporádica cuentos y poesía en concursos y antologías. Fue ganador del 1er lugar en la categoría de cuento en los Premios de Literatura de la FeNaL en 2018.
Sus temas favoritos son las historias de viaje, las descripciones paisajísticas, la educación ambiental, la cultura y los pueblos del noreste de Guanajuato, los insectos y las aves, la muerte, lo siniestro y las pesadillas.
Amorfo como el marciano de Bradbury vive ávido de conocer a alguien que añore su compañía. Ha intentado vivir tantas veces en Guanajuato y sin lograrlo todavía, escribe atrincherado desde un paisaje familiar en San Miguel de Allende.

 

Historia Anterior

Me has invadido Por: Camila Barba

Siguiente Historia

PICNIC AT HANGING ROCK: UNA ODA A LA ESTETICA CINEMATOGRAFICA Y LA BELLEZA DEL MISTERIO. Por: Clara Morelos, de Flámina Films.