—No la chingues mi’jo, tan bueno que eres para el fútbol, ahí es donde está tu futuro. Si sigues metido en pedos no vas a lograr todo lo que podrías. Cada vez te pareces más a tu madre y no quiero que acabes como ella.
—¿Y que querías jefe? ¿Qué me pareciera a “la Noriega”, esa de las telenovelas en lugar de mi madre?
— Memo, eres mi hijo, yo quiero que te vaya bien. Y, pues si le sigues por el fútbol igual la haces. Pero te da por andar de vago. Mira nada más esos pinches aretitos y esa greña…
—¡Sereno moreno! Ya estuvo bueno. Ira, tu querías ser futbolista y ya ves, andas todo rengo. Ese es tu pedo, pero a mí me dejas en paz, yo se lo mío. Ándale, ya lárgate al trabajo, que es pa’lo que sirves.
El Toluco salió hacia las escaleras y oyó la desvencijada puerta mientras se azotaba y rechinaba lentamente mientras se volvía a abrir, con esa actitud burlona que tienen las puertas ante la injusticia de la recibir la furia de la que no son culpables. Bajó las escaleras de una en una, tomando el pasamanos con fuerza desmedida mientras apretaba los dientes y pensaba “No quiero que acabe como su madre”.
El domingo, después del partido, tuvo lugar la tradicional celebración que se hacía si se ganaba, se perdía o se empataba. Había como siempre caguamas, mota y que, normalmente, servía de puente entre el fútbol llanero y la lucha callejera. Así que, como gladiador de los regulares de siempre, el Memo tuvo a bien regresar a su casa con ambiente festivo, playera del uniforme rota y ojo morado.
Le costó trabajo ensartar la rebelde llave en la chapa de la chirriante puerta, la que, como solía hacer cuando el llegaba ambientado, dejaba escapar un falsete más fuerte de lo normal, cual mariachi con ganas de seguir la fiesta.
Se logró orientar en la penumbra hasta la alacena que había en el espacio común y único, del departamento, donde suponía habría alguna caja de cereal. No la encontró. Escuchó un breve ruido de resorte recuperándose que lo hizo dirigir su rostro hacía el único sillón que había ahí.
—¿Sorprendido de que te esté esperando?, dijo el Toluco ya incorporado.
—¿qué haces aquí jefe?, dijo Memo acostumbrando sus ojos a la poca luz que entraba por la ventana.
—Aquí vivo.
—No mames, ya te pusiste chistosito. ¿Qué haces aquí afuera de tu cuarto?
—Te estaba esperando, fui a ver el partido.
—¿Y qué? ¿Por qué no me aplaudes?
—Tienes muchas facultades. Muchas más de las que yo nunca tuve ¿Por qué las desperdicias?
—Sereno moreno, ya vas a ponerte como ñora remolona…
—Deja de decir “sereno moreno”, ya me tienes hasta los huevos. Ya te dije que no quiero que acabes como tu madre, pero haces todo por lograrlo.
—Mira jefe, que tu quisieras ser futbolista y estés rengo, no es mi pedo. Que estés amargado, no es mi pedo. Que no te guste lo que yo hago, no es mi pedo.
—Pero si no haces nada cabrón, eres un huevonazo que solo anda chingando gente— interrumpió abruptamente el Toluco.
—Mira jefe, no te metas en lo que yo hago.
—Ya me enteré que te quieres chingar a un mecánico, nada más porque te late su chava.
—Y si me lo chingo ¿qué? Ese es mi pedo.
—Mira Memo, no quiero que acabes como tu madre.
—Pues fíjate que no se como acabó mi madre, pero ¿y si sí quiero acabar así? ¿Qué vas a hacer?
—No Memo, no te conviene, yo no quiero que acabes así. Tu puedes ser lo que yo no fui.
—¡Ya cállate!, pinche cojo, ya no te aguanto— dijo el Memo, y a manera de broche de su argumentación lanzó un espeso escupitajo que cayó entre el ojo y la mejilla izquierda del Toluco.
El Toluco respiró profundamente, metió sus manos en las bolsas de la raída chamarra del deportivo Toluca que llevaba puesta. Era el amor de sus amores. Levantó los hombros en un claro gesto de “me vale”.
Sacó otra vez las manos de las bolsas de la chamarra y en la penumbra alcanzó a distinguirse en su mano derecha un pequeño revolver. Lo levantó despacio mientras decía:
—Pues sí, vas a acabar como tu madre.