A veces juego conmigo, juego a creerme mis mentiras y las de los demás, pero en especial las mías. Los escucho mentir con las manos, con las medias sonrisas que no alcanzan sus ojos, con las respuestas cortas y pausadas. Les creo las mentiras que no dicen y las que dejan flotar sin orden alguno en el aire, las tomo entre los dedos y les doy la forma que quiero; las vuelvo una mentira con sentido, el sentido que necesito. Las anoto en la lista que he creado desde los diecisiete, la que dice que talvez son reales. Cuido de ellas como cuido de mi misma; con un vago sentido de la responsabilidad y con la necesidad de castigo merecido.
Me miento por semanas, diciendo que el juego es justo, que soy buena en él. Enseño todas mis cartas y uso la verdad a pedazos, los pedazos que no me delatan. Les digo que no lastima, que superar y avanzar es mi especialidad, que tengo años de práctica en eso de calmar el sonido que hace la soledad con personas que no van a hablar. Pero luego despierto sola y con una herida en la cabeza; me doy cuenta de que me ahogué días enteros tratando de que encaje un engrane que no es de mi talla, uno que me encontré y quise conservar por acumuladora. Lloro con seis personas, enseñando mi herida y pidiéndoles razones para quedármelo, mientras me ven con pésame y algo de lástima. Antes de que acabe la semana termino por perderlo en mi cocina y no vuelvo a pensar en él, hasta que escribo un cuento y lo necesito para llorarle por no haberme llamado cuando se perdió.
Entonces lo entiendo, ni siquiera recuerdo el día que noté que ya no estaba y en realidad el juego se detuvo cuando me aburrió.