Juan Gabriel por Juan Carlos Franco

Juan Gabriel es el cantautor más importante de nuestro país, lo sé bien. Pero es ante todo una anomalía: un artista profundamente afeminado en una tierra que está a punto de marchar en favor de la homofobia, una tierra que, impulsada por el lastre ancestral de la Iglesia y sus impulsos retrógrados y llenos de temor, han ocultado la diversidad hasta el punto absurdo de igualar al homosexual con el pederasta. Juan Gabriel —además de un cantante de extraordinaria potencia y un compositor que, independientemente de su alcance temático, posee un rango enorme, una profundidad sincera y casi primitiva— es el signo de muchas actitudes y certezas y dolores y represiones que habitamos como sociedad.

Los conciertos de Juan Gabriel, tan aclamados, son (o eran) el espacio de socialización de la jotería en los hombres y mujeres de familia: un jolgorio de dos o tres horas donde el sentimentalismo, el afeminamiento y el homoerotismo velado se volvían moneda común; dos horas en donde, como en un carnaval medieval, uno podía revertir lo que es, sus valores y sus responsabilidades con la sociedad, para acercarse al verdadero desenfreno de la fiesta y la sexualidad sin represiones. Juan Gabriel es, además de muchas otras cosas, un síntoma. Un hombre valiente. Un artista honesto con su quehacer. Un joto en un país donde eso no existía y, cuando al fin existió, se volvió una premonición terrible. Desde 1971, una anomalía.

Cuando tenía unos ochos años (y a raíz de que alguien había cantado, como si fuera parte de la conversación, “pero qué necesidad, para qué tanto problema”), alguien en mi familia dijo en uno de esas conversaciones que los adultos creemos que los niños no entienden o no recordarán: “No entiendo por qué el cantante más importante de México es así”, con ese énfasis en la última palabra que esconde abismos donde vive el prejuicio y el miedo. Hoy, dieciocho años después, me gustaría responder esa pregunta.

Porque este país necesita más putos como él.

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