Latidos por un micro hornito Mario Frausto Grande

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A high angle shot of heart-shaped cookies next to a heart-shaped cookie cutter

Cuando era niño la temporada navideña significaba que escribiríamos una carta a Santa Claus. Era un momento sumamente esperado –al menos para mí– porque significaba que tendría la oportunidad de volver a pedir uno de los juguetes que más anhelaba: un micro hornito. La escritura de esa carta siempre era algo especial para mí: “de verdad quiero el micro hornito, por favor, este año no olvides traerlo”Esperaba que mi ruego infantil rindiera frutos en algún momento, pero nunca lo hizo. Me quedé con el anhelo como un corazón pequeñito y escondido en mis pensamientos, un latido diminuto que el tiempo iba apagando poco a poco. “Por favor, te lo pido otra vez, quiero ver un micro hornito bajo el árbol”, no importó ni las veces que lo escribí ni la manera en que lo hice. El resultado siempre fue no obtener el juguete que deseaba. Su falta de presencia en las mañanas del 25 de diciembre.

Años más tarde, cuando mi mamá me reveló que mi papá y ella eran Santa Claus, vino a mí un nuevo latido que, en esta ocasión, tomó la forma de una pregunta: “si mis papás siempre fueron Santa Claus ¿por qué nunca me dieron el micro hornito?”. La duda era un murmullo constante en mi mente. Un corazón interrogante que agrandaba poco a poco su ruido. Tardé años en hacer esa pregunta a mis papás y, cuando finalmente lo hice, sólo recibí un contundente y seco: “es que eso era para niñas”. Tomé esa respuesta como una sentencia que irrumpió en mi nuevo corazón: “creo que tengo gustos de niña”, llegué a decirme, y comencé a avergonzarme de eso. Ahora los latidos temblaban, se hacían chiquitos, se llenaban de un miedo espeso donde habitaba el temor de querer “cosas de niña”.

En ese momento, dejé que la sangre de mis pensamientos se envenenara con un silencio lleno de timidez. Agradecía que sólo mis padres ­–y quizá mi maestra– eran los únicos que habían sabido mi deseo del micro hornito. Nadie más sabía de ese anhelo afeminado que ahora estaba oculto en el fondo de mi mente. Nadie se enteraría del pulso escondido donde deseaba hornear galletas y decorar pasteles. La vergüenza es así, un corazón callado que enterramos para que otros no lo noten, para que su voz no sea un eco que nos haga visibles y vulnerables frente a otros. Sin embargo, nunca deja de latir, se encuentra en un rincón que mantenemos oculto y espera transformarse en un latido donde florezca la persistencia de su ruido.

Tuve temor de lo que tiernamente quería y me permití oscurecer, ser silenciado, me entregué al prejuicio ajeno antes a que a los latidos propios. “Sólo quiero hacer pasteles sin que sea algo malo”, me dije en más de una ocasión. Lo repetí en mis años de adolescente como un peso que arrastraba y me complicaba moverme. Así funciona la consciencia de nuestra sociedad, sobre todo cuando se trata de tener gustos o anhelos que se conectan con la femenino. Aun hoy en día, si un hombre tiene deseos de algo emparentado con el género femenino, se sigue relacionando con la debilidad, con la falta de destreza y, por supuesto, con la vergüenza que contrae tener tales gustos. Vivimos en una sociedad con desprecio por lo que no sea viril, en ella nos movemos y nos vamos impregnando de su veneno repleto de odios.

Sin duda, crecemos con corazones que se deben avergonzar, que deben esconderse si no van al ritmo de otros corazones que sí son aceptados. “Yo sólo quería un micro hornito porque me gustaría hacer galletas y pasteles”, me decía de niño, pero parecía ser un deseo terrible que mis papás nunca pudieron cumplir. “No quiero que me digan niña”, pensé muchas veces. Me pregunto cuántos tuvieron esas mismas reflexiones. Cuántos intentaron volver invisible su pulso para no ser criticados. Me pregunto cuántos hombres también habrán querido un micro hornito. Cuántos siguen creyendo que lo femenino es algo inferior, vergonzoso, terrible. Cuántos han comenzado a liberarse de miedos machistas y tontos. La pregunta queda al aire. Comienza a hacer eco. Es un corazón que reflexiona dentro de mí y que, cada vez, tiene más certezas y habla más fuerte.

 

Mario Frausto Grande, escritor, hidrocálido por adopción, licenciado en Letras Hispánicas y próximo Maestro en Investigaciones Sociales y Humanísticas. Le gusta decir con cierta ternura lo que puede ser doloroso y luminoso. Ama El principito, los zorros y la disidencia.

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