Hay situaciones, momentos, que no siempre llegamos a vivir, al menos no de la manera que esperamos, porque pareciera que el universo, alguna deidad ociosa con muy mala leche o la mera casualidad, fueron a meternos zancadilla para que no consiguiéramos concretar ese plan, dejándonos sin esa sobremesa en particular.
Conforme avanzamos en la vida, vamos trazando algunos caminos, esquivando otros por los pelos o terminamos siendo arrojados en algunos, con bastante poca delicadeza. Y en medio de esa loca y cambiante ruta, empezamos a crear vínculos cuando nuestras vidas son tocadas por ciertas personas, que se chocan con nosotros casi por accidente o se acercan con suavidad, si es que no somos nosotros quienes iniciamos ese primer contacto, que tantas veces ni siquiera tiene que ser físico.
Hace tiempo ya que me quedó claro que es posible cultivar amistades a distancia, forjar lazos tremendamente fuertes con personas que están separadas por kilómetros, con mar y tierra de por medio; pero que se mantienen cerca a base de interés y cariño, porque sin eso no importaría estar en la misma habitación, a un brazo o menos, con los cuerpos cerca, pero las almas lejos.
Tengo la fortuna de contar con amigos así, que siento cerquita, a los que espero envolver en abrazos mientras nos sentamos juntos y disfrutamos de exquisiteces entre risas y memorias. Ya lo he hecho y lo pienso repetir tantas veces como me lo permita la vida.
Pero habrá alguien con quien no he de sentarme así, como esperaba, no vamos a pasear por su tierra o por la mía, ni la cansaré de apapachos. Esa cita particular no va a ser nunca como pude haberla imaginado.
Como todos, he perdido a varias personas que eran importantes, de manera más o menos repentina; pero hace un año, un 19 de septiembre, fue una de esas sorpresas que parecen una muy mala broma. El cansancio sacaba mi mal genio de camino a casa. Maldecía a mis alumnos, a la gente que me empujaba en el autobús, al conductor que daba uno que otro volantazo… sólo maldecía. Y casi de inmediato, olvidaba el porqué.
Todo el día había ignorado las notificaciones del teléfono, porque estando en el aula me tocaba dar el buen ejemplo, teniendo en cuenta la cantidad de amenazas que proferí contra su uso inadecuado durante el tiempo de clase, como si los aparatos fueran enemigos mortales para el aprendizaje de los recovecos que tiene nuestro idioma.
Las ignoré hasta que, finalmente, conseguí apropiarme de un asiento vacío.
A veces me digo que se me estaba dando tiempo, acomodando todo en su sitio, incluyéndome a mí, por fin sentada lo bastante cómoda, para que no se me aflojaran las rodillas al ver esas notificaciones que deliberadamente, o tal vez guiada por algún instinto de supervivencia, evité leer. Porque una de esas hermosas personas que cruzaron mi camino casi por casualidad, ya no estaba.
¿Has sentido ese vacío en el pecho? ¿Esa sensación hueca que curiosamente lo llena todo? ¿Esa incredulidad dolorosa que te deja sin aire? Yo puedo sentirla, todavía, cuando pienso en ese día, cada vez que me imagino enviando un mensaje para contar las novedades, para pedir un consejo o simplemente para charlar un ratito, sólo un instante.
Afortunadamente, tenemos memoria. Es posible saborear cada pequeño detalle compartido en esos cruces de caminos, por más breves que hayan sido, sin importar su cotidianeidad o aparente intrascendencia, haciendo presentes las conversaciones, el sentimiento de cada uno de esos recuerdos.
Pero no sólo eso, esas vidas que nos tocan pero se van pronto, esas citas pendientes que no se dieron, tal vez se hagan, aunque no como pensamos. No vamos a tocar a esas personas, no con la piel, evidentemente, pero podemos imaginar que lo hacemos, cerrar los ojos y pensarlos, porque las almas siempre estuvieron cerca.
A veces, esas personas que siempre sonríen se apagan en el mundo que habitamos, pero dejan tras de sí pequeños destellos en todas las vidas que tocaron, reflejos de su esencia de colores.
Por eso puedo pasear con una amiga que ya no está, porque su recuerdo ya es mío; puedo imaginar lo que diría y recordar lo que dijo, porque guardo sus palabras; puedo mantener en mi memoria su sonrisa de un optimismo inagotable y planear esa comida de viernes, porque eso es lo que haríamos algún día, aunque no sea exactamente como lo imaginamos entonces, cuando hablábamos de lo que haríamos nada más vernos.
Y esos momentos que parecen no haber llegado seguirán en espera, solamente una pausa, hasta que esos caminos, entre saltos, empujones y tropiezos, cuyas luces se apagan o se encienden para guiarnos en una u otra dirección, nos vuelvan a reunir.
En memoria de Gloria Villamayor.
Coco Márquez vive en Guanajuato. Realizó estudios en comunicación, gastronomía y artes. Escritora, profesora y ávida lectora. Viajera y paseante. Amante de la historia, los misterios de la memoria, la magia y las largas conversaciones.